Frente a las cuestiones de valor, destreza, fuerza física, resistencia, audacia y tantos otras que acostumbran entrar a jugar cuando se trata de combatir el crimen, los asuntos gerenciales suelen parecer prosaicos, deslucidos y hasta impertinentes. Sin embargo, de estos asuntos depende que quienes poseen las mencionadas características lleguen a donde se necesite que las desplieguen y estén bien armados mientras se encuentren ahí, por solo mencionar dos ejemplos. Para combatir la inseguridad, pues, son tan claves los policías en las calles como los administradores de la policía en sus escritorios.
Decimos esto porque ahora que nuestra situación de seguridad está tan desbordada, va haciéndose igualmente evidente que acaso el mayor de los obstáculos que tiene nuestra policía es su propia capacidad de administración –o, mejor dicho, la ausencia de esta–.
Nuestra policía es un desastre administrativo. Esto salta a relucir, primero, en su incapacidad para llevar a cabo inversiones y adquisiciones. El Ministerio del Interior ha sido durante varios años el que menor porcentaje de su presupuesto de inversión ha podido ejecutar. Son conocidos los intentos fallidos de compra de equipos debido a procedimientos mal hechos y denuncias de corrupción. Durante largo tiempo nuestra policía no pudo comprar balas de goma y hace no tantos años tuvo que pedirle bombas lacrimógenas a la policía de Ecuador porque se le habían acabado las suyas.
Sin embargo, la incapacidad de adquirir, que garantiza un déficit de equipamiento perpetuo, no agota el tema. Cuando por buena fortuna las compras llegan a concretarse, sobreviene un nuevo problema: no existe un sistema de mantenimiento confiable de las unidades y equipos de la policía. Un informe de IDL-Reporteros refería en diciembre pasado que solo 7 de las 31 aeronaves de la flota de la Aviación Policial estaban operativas. El robo de piezas de los patrulleros, por otro lado, está a la orden del día.
Así las cosas, a nadie le debe sorprender el abandono en que se hallan nuestras comisarías. Según el Primer Censo Nacional de Comisarías 2012, realizado por el INEI, el 40,7% de las comisarías no posee una computadora propia que esté operativa. Además el 70,1% no tiene conexión propia y adecuada a Internet; solamente el 58,8% accede a una base de datos; el 61,2% no tiene acceso al Reniec; el 45,5% no tiene acceso a Requisitorias Policiales; y el 87,8% no tiene acceso al Sistema de Denuncias Policiales (Sidpol).
Y si a usted le parece que estos datos ya muestran una precariedad total, piense en estos: según el ex viceministro del Interior Dardo López-Dolz, la armería de la policía no posee más de 50 mil pistolas para 114.000 policías. Con lo que más de la mitad de los efectivos debe comprar su propia arma. Y la enorme mayoría tiene que comprar sus balas. Nuestra policía, es más, ni siquiera tiene un equipo de comunicaciones integrado. Gran parte de los efectivos se tienen que comunicar mediante su propio celular –cuando, claro, tienen el número del otro policía al que quieren llamar–. Y ni hablar, desde luego, de equipos más sofisticados: no hay laboratorios de criminalística y balística con las últimas tecnologías y softwares. Mientras tanto, el crimen organizado y las bandas son cada vez más sofisticadas y tecnificadas.
Por supuesto, de la incapacidad en la gestión se aprovecha la corrupción. Por ejemplo, el Fondo de Salud Policial (Fospoli) tiene un presupuesto que supera los S/.100 millones anuales (según el mismo IDL-Reporteros). Al mismo tiempo el desabastecimiento de su hospital llegaba a un 70%, según una consultoría realizada por la OMS en setiembre del 2010. ¿A dónde se va el dinero?
Nuestra policía no se merece esto. La institución necesita urgentemente lo que tienen todas las empresas que funcionan: un buen gerente. Los policías no han sido preparados para esa labor y no tienen por qué descollar en ella. Se debería convocar un concurso para que una empresa privada se haga cargo de todos los aspectos vinculados a adquisiciones, mantenimiento, logística, planificación, presupuesto y personal. Esto tendría, por lo demás, el nada desdeñable efecto adicional de liberar aproximadamente a un 20% del personal policial que hoy se encuentra destinado a labores administrativas y permitirle dedicarse directamente a aquello en lo que tanto se le necesita: la seguridad.
Quien comete los delitos que han llevado a esta crisis de seguridad es, más y más, el crimen organizado. No podemos esperar que nuestra policía lo pueda combatir con éxito mientras ella misma no sea acreedora –y con creces– del mismo adjetivo que caracteriza a aquel.