Hace unos días, aparentemente a raíz de la preocupación por la desaceleración económica y la caída en las encuestas del presidente, el primer ministro intentó tender un puente para dialogar con la oposición. Así, dijo: “El gobierno tiene claro que la crispación y los enfrentamientos no van a llevarnos a nada positivo. Esperamos que la oposición colabore con nosotros y con el futuro del país”.
El objetivo de este diálogo, según el señor Jiménez, sería establecer una agenda para mantener el crecimiento económico, fortalecer las políticas de lucha contra la pobreza e inclusión social y analizar la situación de la seguridad ciudadana. Un consenso que hace tiempo debieron buscar las fuerzas democráticas.
Al día de hoy, sin embargo, el fujimorismo es la única agrupación que se niega a dialogar con el gobierno (posición, dicho sea de paso, que el Apra tuvo en un inicio, pero de la que se retractó recientemente). Su vocero, Julio Gagó, señaló, además, que no se reunirán con el oficialismo hasta que este cuente con “un interlocutor que tenga credenciales”, haciendo alusión a que el primer ministro no sería una persona apta para conversar con ellos.
No obstante, la verdad de las cosas es que el fujimorismo no tiene una razón válida para evadir el diálogo. Para empezar, los puntos de la agenda que está planteando el gobierno facilitarían alcanzar objetivos que supuestamente forman parte de las propuestas de esta agrupación política. Por ejemplo, simplificar los procedimientos administrativos, reducir la carga tributaria y laboral, promover las inversiones, volver más eficientes los programas sociales o reforzar el sistema de seguridad nacional.
¿Por qué se opondría el fujimorismo a la oportunidad de implementar iniciativas que coinciden con las suyas? Más importante aún, ¿por qué se opondría a una agenda con la que estaría de acuerdo la mayoría de sus electores e inclusive la mayoría del país? No encontramos una razón para ello. Salvo, por supuesto, que el fujimorismo solo se esté oponiendo porque anda empecinado en obstaculizar a este gobierno, cueste lo que cueste, incluso si eso supone poner en jaque la estabilidad del Perú.
¿Además, con qué legitimidad moral espera el fujimorismo continuar criticando la supuesta pasividad del gobierno para impulsar reformas estructurales si es que, cuando pide una mano para iniciarlas, él mismo se la niega?
Ahora, es cierto que el propio oficialismo es culpable en buena parte de la dificultad para sentarse en la misma mesa con la oposición. Desde inicios del gobierno, el presidente Humala ha tenido una actitud confrontacional con los partidos opositores. E incluso hoy, luego de convocarlos al diálogo, los enfrenta diciendo que están haciendo campaña para el 2016 y que “para cualquier opinión tienen el teléfono del primer ministro y pueden hablar con él directamente” (como dando a entender que ellos no estarían a su altura).
Asimismo, tampoco ha ayudado que el señor Jiménez hasta hace poco no haya tenido problemas en calificar a la oposición de “destructiva” y en tachar cada una de sus críticas de simples manipulaciones oportunistas. El primer ministro ha quemado más puentes de los que ha tendido.
Cualquier partido realmente serio, sin embargo, debería estar por encima de esta errada y torpe actitud del gobierno. A fin de cuentas, lo que hay de por medio son varios de los temas de Estado más importantes y la politiquería de la coyuntura no debería ser óbice para resolverlos.
Qué piensan exactamente obtener los fujimoristas negándose a apoyar esta agenda potencialmente beneficiosa para el Perú, solo ellos lo saben. Pero lo que nos queda claro es que, para presionar al gobierno, no tienen derecho a tratar de tomar como rehén al futuro de todos.