Las protestas callejeras que se dieron contra la ya célebre repartija con la que el Congreso hizo tres escandalosos nombramientos para el máximo organismo jurisdiccional del país, además de uno muy discutible para la Defensoría del Pueblo, constituyeron una muy buena noticia. Se vio, después de todo, a una ciudadanía activamente interesada con lo que pasa en la política nacional y, concretamente, con un aspecto de esta que no es de los que repercuten directamente en su bienestar material. No se trataba, digamos, de protestar contra la subida en el precio del pan o la escasez del pollo. Se trataba más bien de protestar contra una manera –abusiva, irresponsable y patrimonialista– de hacer política, la que se había manifestado en las cuatro antes mencionadas nominaciones. Y se trataba también de reclamar un contenido más real para nuestra democracia: de recordarle a los “representantes” de la ciudadanía su calidad de tales y su obligación, por lo tanto, de actuar en función de esta última.

No obstante lo anterior, no dejó de resultar un tanto paradójica la presencia en las marchas, al lado de los reclamos antes mencionados, de protestas contra “el modelo económico” que mal que bien rige en el país desde hace ya dos décadas. Y decimos paradójica porque, al menos si vamos a dar fe de lo que declararon varios de los propios voceros de la protesta, se trataba de una movilización política básicamente “de clase media”.

Como recordarán todos los que ya eran adultos a comienzos de los noventa, la clase media había esencialmente desaparecido en el Perú para cuando terminaron los años del estatismo y la hiperinflación, y ha vuelto a aparecer –más poderosa que nunca antes, por cierto– solo como consecuencia del crecimiento casi ininterrumpido que tenemos desde que se aplica en el país el antes aludido modelo. Con lo que, al menos en tanto que clase media, esos jóvenes que sumaban a sus protestas de tinte más político los reclamos contra el modelo, resultan ser los hijos de ese mismo modelo.

De hecho, profundizando en el asunto, puede decirse que el contenido mismo de la queja central enarbolada en estas protestas era típicamente de clase media y, por lo tanto, también fruto del modelo.

En efecto, cuando Alberto Fujimori cerró el Congreso y tomó físicamente el Poder Judicial en abril de 1992 no se vieron en las calles de Lima marchas como estas. La oposición política al golpe no fue numéricamente representativa –y, desgraciadamente, en muchos casos parecía motivada más por causas ideológicas que por la democracia–. Por otro lado, según las encuestas de Apoyo de la época, un 80% de los ciudadanos apoyó el golpe. Lo que, aunque ciertamente no es algo de lo que los peruanos podemos enorgullecernos, cobra un sentido cuando uno recuerda la situación en la que se encontraba la mayoría de peruanos en ese entonces. O, para decirlo con apoyo académico, cuando se considera lo que sostenía el psicólogo norteamericano Abraham Maslow en su hoy muy difundida teoría sobre la jerarquía de las necesidades humanas.

En muy resumidas cuentas, esta teoría dice lo siguiente. Existe una jerarquía entre los tipos de necesidades que tenemos los seres humanos, las mismas que pueden entenderse como dispuestas en una pirámide. En esta pirámide, las necesidades más esenciales – las fisiológicas– forman la base, mientras que el sentido de urgencia va disminuyendo conforme uno se aleja de esta base y va atravesando los diferentes niveles de necesidades hasta llegar a la cúspide. Así, las personas solo atenderíamos las necesidades que están más arriba en la pirámide una vez que tenemos resueltas las de más abajo. Mientras esto último no sucede, siempre estaremos dispuestos a sacrificar aquellas.

Lo anterior explicaría por qué no son los países ricos los que suelen caer en dictaduras. Y sin ir más lejos, es lo que parece haber pasado en ese abril de 1992, cuando tantos peruanos que sentían en muy real riesgo su sobrevivencia material y su seguridad valoraron en tan poco la democracia (una vez se les hizo creer que era un obstáculo para conseguir aquellas dos cosas). Ciertamente, esto también explicaría la enorme aprobación que tuvo Alberto Fujimori en los sectores socioeconómicos más bajos hasta el mismo final de sus gobiernos, pese a sus crecientes atropellos dictatoriales.

Pues bien, es sobre la base de lo anterior que podría decirse que las protestas contra la repartija fueron, asimismo –por lo menos en cuanto al éxito que tuvieron–, un fruto del modelo. En 1992, cuando no había clase media en el Perú, a poca gente parecían importarle cosas como la manera en que el Congreso tomaba sus decisiones –o, para el caso, si seguía abierto o no–. Parece ser, pues, que conforme el crecimiento ha permitido aumentar el bienestar material de más personas, nuestra sociedad ha ido “subiendo” por la pirámide de Maslow, y que ahora son muchas más las personas en ella que dedican su energía y su pensamiento a ver cómo se elige a los miembros del TC. De donde se deduciría que el modelo, al tiempo que ha mejorado nuestro bienestar, nos ha hecho también más democráticos. Y que muchos de los que dicen rechazarlo tienen bastante más que ver con este que lo que les gustaría reconocer.