Se está discutiendo un proyecto de ley propuesto por el nacionalismo para establecer el principio de reciprocidad de visado. En pocas palabras, se quiere que el Perú exija visa a los turistas provenientes de todos aquellos países que se la exigen a los peruanos para entrar a sus territorios. Según un funcionario de la cancillería, esto sería un “acto de dignidad”.

El tema, no obstante, es más complejo de lo que se pinta. Las visas no solo le complican la vida a los extranjeros a quienes se les exige tramitarlas, sino también a los nacionales cuyos negocios dependen del turismo. Si viajar al Perú se volviese más difícil y costoso, es esperable que menos turistas llegasen por estos lares, lo que afectaría a su vez a muchos negocios peruanos (y tengamos en cuenta que exigir visa a los turistas estadounidenses y europeos pondría trabas a más del 30% del flujo turístico que recibimos).

Lo cierto es que aplicar el principio de reciprocidad equivale a que nuestro gobierno le diga a los de otros países: “Si ustedes deciden hacerle más dura la vida a sus ciudadanos que se dedican al negocio del turismo, yo, en reciprocidad, voy a complicarle la vida a los míos”. Un sinsentido envuelto en papel de regalo populista.

Exigir visado, en todo caso, podría tener algún sentido si se tratase de ciudadanos de países que podrían representar algún tipo de riesgo para la seguridad interna (por ejemplo, no debería extrañarnos que, siendo el Perú el principal exportador de coca del mundo, varias naciones aún pidan visa a nuestros compatriotas). Pero si no tenemos ese tipo de reparo con los turistas de una nación, mejor dejemos las cosas como están.

Hay, en todo caso, una mejor “dignidad” que defender. Aquella que nos llena el pecho cuando vemos cómo nuestra industria turística vuelve prósperos a los peruanos y cuando mostramos al mundo las maravillas que tiene el Perú. Y esa se defiende abriendo las puertas al extranjero.

OTRA VEZ DESDE CERO El TC, el BCR y la defensoría siguen en riesgo.

La Junta de Portavoces del Congreso habría acordado el mecanismo de elección de los magistrados del Tribunal Constitucional (TC), el titular de la Defensoría del Pueblo y los directores del Banco Central de Reserva (BCR). Este consistiría en realizar una invitación (y no un concurso como algunos parlamentarios habrían planteado). Además, se decidió que no se formaría una comisión para designar a los candidatos y que los voceros de las bancadas realizarían las propuestas.

¿Qué diferencia hay con la forma en la que se venía tratando de elegir a los candidatos? Pues, la verdad, casi ninguna.

Por eso, vale la pena recordar que, antes de la tristemente llamada repartija, muchos de los mencionados cargos ya andaban vacantes por varios años por la incapacidad de las bancadas de ponerse de acuerdo en a quién invitar. Y recordemos también que la fórmula que les permitió llegar a un acuerdo incluyó la posibilidad de que algunos partidos llevasen a candidatos ciertamente impresentables. Y, por eso, pasó lo que lamentablemente pasó.

El sistema de elección ha dado muestras de no funcionar. Pese a ello, los congresistas se han tomado tres largos meses para decidir que nunca está de más intentar desafiar aquella conocida frase de Einstein que dicta que “la locura es seguir haciendo lo mismo y esperar resultados distintos”. Por eso, que no nos sorprenda que el proceso se vuelva a trabar o que, de nuevo, se sorprenda a la ciudadanía con algún candidato que no dé la talla.

En todo caso, la suerte parece que está echada en el Congreso. En ese escenario, se esperaría que el oficialismo, por lo menos, impulsase la elección más sencilla, la de los miembros del BCR que no requiere de mayoría calificada. Salvo, por supuesto, que sobreviva el acuerdo de votar por todos en bloque para que cada bancada pueda asegurarse su tajada de la torta.