Esta semana, al inaugurar un foro sobre el sector salud, el presidente Ollanta Humala se lanzó con la siguiente sentencia: Tenemos que ordenar esto, porque la salud no es un negocio, la salud es un servicio y así tiene que ser, y este gobierno va a defender la salud como servicio, no como negocio.

Aparentemente, en algún nivel, el presidente cree que un negocio y un buen servicio son incompatibles. O, en todo caso, que al menos los servicios que están directamente relacionados con el bienestar de las personas y los negocios son incompatibles. Aunque, como decimos, esto parece ser solo en algún nivel. Después de todo, su propia familia nuclear se atiende en clínicas-negocio cuando tiene un problema de salud –sin ir más lejos, todos recordamos las imágenes del presidente visitando a la primera dama en la clínica Angloamericana luego de que ella viviese un choque automovilístico–. Y sus hijos (al menos el último nació en una clínica-negocio) se educan también en centros privados.

Si ganancias y provisión de bienes esenciales fuesen términos antinómicos y si lo estatal fuese el camino para garantizar bienes y servicios de calidad, entonces no deberíamos quedarnos en el tema de la salud. Deberíamos cubrir también, por ejemplo, a la igualmente esencial alimentación y revivir ENCI e imponer controles de precios, como en el Perú del primer gobierno aprista. A ver cómo nos va (o mejor dicho, vuelve a ir) con eso. Con toda probabilidad, nos iría igual que como nos ha venido yendo hasta ahora con nuestros hospitales públicos. ¿O usted conoce a algún usuario satisfecho?

El que los negocios estén ahí para satisfacer el afán de ganancias de sus dueños no es una mala noticia para quienes consumen lo que ellos venden (sean bienes o servicios). Todo lo contrario. Y es que al menos ahí donde este dueño tenga (o pueda tener con facilidad) competencia, se esforzará por darle a su cliente la mejor combinación de calidad-precio posible con toda la fuerza de su afán de lucro, pues sabrá que de lo contrario podrá perder el cliente en manos de otro empresario más eficiente. En otras palabras, al menos ahí donde hay competencia, el afán de lucro de los negocios trabaja a favor y no en contra de los consumidores.

¿Quiere esto decir que no debe haber hospitales públicos? No. Solo quiere decir que debe tratarse de que la salud pública incorpore, todo lo que se pueda, los incentivos propios de los negocios privados, de forma que quienes no pueden pagarse una atención privada puedan acceder en la mayor medida posible a los mismos privilegios – por ejemplo, el de tener opciones– que los que sí. Y de forma que así no se vean discriminados en un tema tan fundamental por el simple hecho de no tener dinero.

Curiosamente, en la reciente reforma de la salud pública que acaba de lanzar por medio de un paquete de decretos, el propio gobierno del presidente Humala parece ser perfectamente consciente de lo anterior y ha tenido el mérito de incorporar la participación del sector privado en aspectos clave de los servicios públicos de salud.

En efecto, uno de los cambios a los que apunta esta reforma es que los establecimientos privados puedan atender también a los asegurados de Essalud o del Sistema Integral de Salud (SIS) a fin de darles, además de la posibilidad de no hacer colas de días y meses, dos lujos que hasta ahora solo tienen quienes pueden pagarse una salud privada: el de elegir y, consiguientemente, el de exigir. Esto, teniendo en cuenta que los establecimientos públicos, igual que los privados que participen del sistema luego de formar un consorcio con los fondos públicos, recibirán pagos de estos últimos por cada servicio médico que den (y ganarán, pues, más o menos solo según el número de clientes que logren atraer y retener).

La reforma también promueve Asociaciones Público Privadas (APP) para mejorar la infraestructura y la gestión de los servicios no clínicos de los hospitales y centros de salud, tales como la limpieza, seguridad, mantenimiento de equipos con contratos de largo plazo, etc. Es decir, de todo lo que en argot de salud se llama “bata gris”. Mejor aún, por supuesto, hubiese sido que estas APP se extendieran a la “bata blanca” –por lo pronto, a la administración misma de los hospitales, que debería ser concesionada o tercerizada–. Pero igual ya es bastante lo alcanzado –especialmente teniendo en cuenta la cantidad de tótems mentales a los que esta reforma está teniendo el valor de enfrentarse–.

El gobierno del presidente Humala, en suma, acaba de plantear una reforma de la salud innovadora y bien encaminada, que merece y tiene buenas posibilidades de prosperar. Bien haría, pues, el presidente en subirse al barco. Al fin y al cabo, es suyo.