La lucha de la señora Kirchner contra la inflación que ya desde los populistas años en los que gobernaba su marido castiga a su país se debate entre lo conmovedor y lo simplemente patético.
Cristina Kirchner heredó del gobierno de su esposo su primer método para frenar la que, según los analistas independientes, es hoy una inflación de 25,6% al año (mientras que según el gobierno sería de solo 10,8%). Este método enfrentaba a la inflación muy directamente: negándola. Durante años las cifras del Indec (el instituto estatal encargado de medir oficialmente la inflación) fueron sistemáticamente desmentidas por los medidores internacionales y por los cada vez más ubicuos mercados negros. Hasta que finalmente el año pasado el Fondo Monetario Internacional (FMI) hizo una declaración de censura inédita en su historia para, en lenguaje diplomático, pedirle a la Argentina que dejase de mentir sobre el tema.
En cualquier caso, cuando la censura del FMI sonó en el mundo, a la señora Kirchner ya se le había agotado el recurso de la negación. Para decirlo parafraseando a Monterroso, cuando los consumidores argentinos despertaron del engaño de las cifras del Indec (a punta de tener que enfrentarse todos los días con los precios reales en los supermercados) descubrieron que la inflación seguía ahí.
¿Cuál ha sido desde entonces el nuevo e innovador mecanismo al que el gobierno kirchnerista ha recurrido para combatir la inflación? Pues uno solo ligeramente más sofisticado que el anterior: ya no está negando la inflación; ahora la está prohibiendo. Desde hace tres meses los supermercados argentinos, igual que los proveedores de electrodomésticos, están impedidos de subir sus precios. Esta semana, por su parte, la prohibición se ha extendido a los vendedores de combustible.
De esta forma, por lo visto, la señora Kirchner espera tener un efecto parecido al del Dios del Génesis: “Y la presidenta dijo: ‘párese la inflación’. Y la inflación paró”. O algo así.
Natural y desgraciadamente, el esfuerzo de la señora Kirchner está condenado al más duro fracaso. Porque esos números que ella está congelando responden a una realidad –la escasez– que existe independientemente de estos. Intentar parar la inflación prohibiendo que las cifras la reflejen es el equivalente a intentar detener la salida del sol cerrando las cortinas.
En efecto, la inflación es lo que sucede cuando se producen menos bienes que lo que los consumidores demandan, agotando estos los bienes que hay y haciendo saber así a los productores que tienen espacio para subir el precio. Lo que está detrás de la inflación, pues, es la escasez, y la escasez no se soluciona amarrando los precios. Especialmente cuando esta escasez viene causada por una política estatista y agresivamente impredecible como la que hace años desincentiva la inversión y los aumentos de la producción en la Argentina (y que en el caso concreto de los combustibles incluyó una muy arbitraria expropiación hace un año).
¿Cuál será entonces el próximo paso de la señora Kirchner para acabar con la escasez en los anaqueles y los grifos de su país? ¿Multar a quienes no quieran invertir para que se produzca más? ¿Expropiar las fábricas y el resto de las petroleras? ¿Racionar lo que cada consumidor tenga derecho a comprar? Al fin y al cabo, todos estos son solo unos pasos más en la misma lógica que ya se viene empleando en la Argentina y que se ha usado tantas veces antes en nuestro subcontinente. Una lógica que básicamente consiste en creer que uno puede hacer crecer la planta si jala lo suficiente del tallo. O, en otras palabras, que el mercado es una especie de titiritero maligno y sobrenatural al que sin embargo se podría ordenar ir para acá o para allá a punta de decretazos, cuando en realidad el mercado somos todos y cada uno de nosotros –consumidores y productores– intentando cuidar nuestros recursos mientras interactuamos para satisfacer nuestras necesidades. Y así, en Argentina no habrá más producción mientras los empresarios no crean que tienen suficientes garantías para invertir más de lo suyo en el esfuerzo (algo que sin reformas radicales ya es muy difícil que lleguen a creer), y seguirán subiendo los precios mientras más presionada esté la gente por conseguir lo que ya no encuentra y necesita.
No por lo anterior, sin embargo, parecen haber muchas posibilidades de que la señora Kirchner deje de intentar solucionar el tema moviendo la varita mágica estatal y produciendo una serie de medidas que hacen pensar en cuánta razón tenía Wilde cuando decía que, por muy nociva que es la fuerza bruta, nunca es tan dañina como la razón bruta.