En más de un aspecto, el Perú se parece a un adolescente que sigue viviendo con sus cosas de niño. No entra ya en su antigua cama, no le quedan más sus ropas viejas, tampoco le basta la cantidad de proteínas que antes le sobraba. Los ejemplos más señalados son los de nuestra infraestructura física: se necesitan cada vez con mayor intensidad más puertos, más carreteras, más centrales eléctricas, más represas, más irrigaciones, etc. Pero tenemos también severos cuellos de botella a nivel de nuestra infraestructura intangible y, dentro de ella, muy especialmente, en nuestra educación. Cada vez les es más difícil a las empresas que operan en el país encontrar en este a los profesionales con la preparación necesaria.
Es cierto que en esto último juega un rol clave el famoso y aún irresuelto problema de la calidad de nuestra educación escolar pública, que determina en los más de los casos qué tanto uno podrá aprovechar luego una educación superior y qué tanto podrá, después, agregar valor a los procesos productivos. Nuestra educación, sin embargo, tiene problemas adicionales al de su calidad general y que, pese a ser menos mencionados, están cumpliendo progresivamente una función igual de importante como cuello de botella del crecimiento. Concretamente, tenemos un creciente divorcio entre el tipo de técnicos que se gradúan de nuestros institutos superiores y los que son requeridos por nuestras empresas. Como resultado, estas tienen problemas cada vez más grandes para satisfacer su demanda de profesionales y mandos medios vinculados a la tecnología y las ingenierías, al punto que un reciente estudio de Proexpansión advierte que, de continuar, este déficit podría poner en jaque nuestro crecimiento en pocos años.
Es muy razonable preguntarse por qué, si hay tanta demanda para estas carreras técnicas, los institutos que tenemos no ofrecen más de las mismas. Uno podría entender la situación en el caso de los institutos técnicos estatales (hay 319): al no tener la presión del lucro, pueden darse el lujo de tener una actitud un tanto desconectada frente a las necesidades del mercado laboral. Pero resulta desconcertante para el caso de los 401 institutos superiores privados que existen en el país supuestamente interesados en hacer negocio. ¿No se supone acaso que estos institutos tendrán más alumnos dispuestos a pagarles más cuanto mayor cantidad de sus egresados consigan trabajo y cuanto mejores condiciones ofrezcan estos trabajos? Hoy los sueldos promedio de los técnicos en industria y minería superan los US$2.000 mensuales… Y, sin embargo, solo el 20% de los egresados de nuestros institutos privados se gradúa de estudios relacionados con nuestros sectores industriales o mineros.
¿Cómo entender esto? Parte del problema puede tener que ver con una asimetría en la información: muchos alumnos no sabrían cuáles son las carreras técnicas más demandadas y optarían por tanto por matricularse en carreras de menor demanda sin ser conscientes de esto. Puede ser. Pero lo que sí es seguro es que buena parte de la situación se debe a una regulación estatal inmovilizadora que impide a los institutos adaptarse con flexibilidad y rapidez a las demandas del mercado que contrata a los técnicos.
Por ejemplo. Según la Asociación de Institutos Superiores, Asiste, el Ministerio de Educación se demora casi dos años en aprobar cada carrera nueva. Y si una vez consiguen la aprobación, esta vale solo para la región donde el instituto tiene su sede. Si este quiere luego ofrecer la misma carrera en otra región, tiene que pasar otra vez por todos los permisos necesarios para fundar un instituto nuevo. Así de absurdo. De esa manera, la adaptación a los requerimientos del mercado laboral por parte de los institutos es casi imposible.
Otro ejemplo. Los institutos privados tienen prohibido recurrir a fórmulas de la llamada educación dual. Por este sistema, los institutos se alían con empresas para permitir que sus estudiantes puedan trabajar a tiempo parcial en ellas, y de esta forma corren por cuenta de las empresas una serie de gastos en equipos, laboratorios y otros tipos de infraestructura sin los cuales no se puede enseñar bien las carreras tecnológicas. Así,este modelo facilita que los institutos puedan brindar una serie de carreras técnicas sin una inversión tan grande como la que de otra forma requerirían. Además el modelo tiene la ventaja de posibilitar que muchos alumnos salgan de los institutos con contratos ya asegurados en las empresas donde practicaron.
Es importante, en suma, que el Estado entienda que no es solo el abstracto “crecimiento” o los propios institutos los que sufren cuando estas regulaciones paralizantes dificultan que ellos se adapten a las necesidades del mercado laboral. Las mayores víctimas de estas regulaciones sin sentido son quienes aspiran a estas carreras técnicas, que de esta forma ven limitadas sus posibilidades de escoger a las más demandadas y rentables de ellas. Es decir, que la que paga antes que nadie platos rotos por las cadenas puestas a nuestros institutos superiores es la inclusión.