Se presenta como Xoma y será mi guía. Me ha llevado de la mano a la mesa donde otras tres personas —a dos de ellas no las conozco— se alistan para probar una experiencia culinaria única: comer a ciegas. Tengo un antifaz negro como aquellos que usaría para dormir en un avión durante un largo vuelo. Lo imagino moreno, alto y delgado, con voz de reverencia aprendida de mil guerras en restaurantes elegantes. Él lo sabe todo y ve, literalmente, aquello que yo no puedo.
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Xoma, el maitre, tiene maneras delicadas y modales finos. Llama ‘madame’ a las mujeres de la mesa, y ‘señor’ a los hombres. El nombre que utiliza, calculo, es una forma impersonal en la que los mozos se presentan como parte del local donde nos encontramos. Xoma es el nombre del restaurante ubicado a una cuadra de la avenida Pardo, en el centro de Miraflores. Nuestro mesero maneja una fina ironía y se escucha su sonrisa mientras nosotros tratamos de habituarnos a las tinieblas. Una vez en nuestras sillas, lo primero que hago es tratar de construir en mi cabeza una imagen del lugar: toco el borde de la mesa y lo sigo con las yemas hasta encontrar la mano de mi pareja, que es quien me ha llevado a disfrutar esta experiencia de fe.
La fe la tenemos en el chef, que ha elegido cuidadosamente esta cena en cinco tiempos en base a experiencias que él mismo ha vivido. Xoma nos dice que el artífice de esta idea extraña de comer a ciegas es un joven de 28 años, de madre cusqueña y padre apurimeño. Que a los 21 dejó el Perú para educarse en los rigores de la culinaria francesa donde las cocinas son cuarteles al mando de un general de mal carácter y poca paciencia. Notamos que ha viajado mucho por cómo se inspiró en el chipá —una suerte de panecillos hechos con mandioca habituales en el sur de Brasil— para uno de sus platillos, o el uso del ají negro, un fermento que hacen los boras en la Amazonía.
Luego descubriría que “el chef” —esa entidad suprema de la que tan respetuosamente nos habla Xoma— se llama Rafael Zúñiga, pero prefiere que lo llamen Ralph, como seguramente lo han llamado los seis años que pasó en Europa. Que en esa parte del mundo le decían “Toro”, por esa bravura indomable al mando de la cocina. Que estudió en el Institut Paul Bocuse, una escuela de estudios superiores de posgrado ubicada en un castillo en Lyon que fue dirigida por el padre de la nouvele cousine. Esa misma tendencia que ha hecho posible que ahora mismo esté sentado, con un antifaz sobre los ojos, pensando en qué van a poner en mi mesa.
Desde el primer platillo uno descubre que en realidad es un ignorante. Que nunca en su vida podrá distinguir de qué están hechos unos pequeños tacos que come con su mano. O que esa rodaja de pan llevará algo que se llama cushuro, pero que los entendidos conocen como caviar andino y que es un sabor que explota en tu boca. Que la búsqueda del umami con los ojos vendados exacerba el resto de sentidos y disminuye los modales en la mesa.
La mayoría de platos de “Love is blind”, como se llama esta puesta en escena, se comen con la mano. No solo por practicidad ante la falta de vista, sino porque este espectáculo debe disfrutarse con el olfato, el gusto, el oído y el tacto. Mientras sumerjo cuatro dedos en un plato hondo para sorber de ellos el jugo de uno de los platillos he dejado de sentir vergüenza y he descubierto que en sus primeras comidas, el impulso atávico de los niños de llevarse todo a la boca usando sus extremidades superiores hace que uno disfrute más lo que come.
En el fondo escucho la voz de una niña en otra mesa que debe estarse muriendo de risa al ver cómo cuatro personas en la treintena comen con menos modales que los que le han enseñado en casa. También escucho a los cocineros en pleno ajetreo. Oigo los implementos de cocina chocar uno contra otro. No siento ni la respiración de Xoma, el maitre, pero con el tiempo aprendo que está ahí porque cada vez que alguien dice, muy seguro de sí mismo, que un plato tiene determinado ingrediente, su voz de ultratumba aparece para corregir al señor o la madame.
Cada vez que la mesa termina un plato, Xoma confirma o desmiente nuestras sospechas. Comer vendado es un juego pero también un acto de fe. Yo, que no como frutas desde niño, engulliría sin pensarlo dos veces cualquier dulce de guanábana que se le ocurriera poner en mi plato, aunque esto no pasó.
Durante este viaje de sabores descubro que tampoco sé cocinar. Que mi vasta experiencia hecha a base de videos de YouTube no me permite reconocer eficientemente los sabores y, por lo tanto, mi lengua está malacostumbrada. También descubro que Eric Canino, el chef de dos estrellas Michelin en el restaurante La Voile, ubicado en una zona de la Costa Azul, alimentó la educación del paladar del chef Zúñiga, pero también su frenesí marcial al momento de cocinar.
He preferido no decir qué es exactamente lo que se ha comido en esta cena porque si bien los platos son distintos cada vez, hay experiencias que no tendría sentido describir. Solo diré que al final se huele a rosas en el aire. Y que al quitarme la venda, una hora y media después de iniciar, he descubierto algo que ya intuía: que Xoma, el maitre, era Ralf Zúñiga, el chef, que ha escuchado cada una de las cosas que hemos dicho y lo ha tomado como un examen para su menú. Y es que como decía en “El Principito”: lo esencial es invisible a los ojos.
DÓNDE:
Xoma
Dirección: Elías Aguirre 179, Miraflores
Teléfono / Whatapp: +51970653913
Reservas: reservas@xoma.pe
LA EXPERIENCIA
- ”Love is blind” es parte de la experiencia de Xoma para su campaña “Amores de verano 2022″ e incluye dos posibilidades.
- Hay una experiencia corta, en cinco tiempos y una larga, en 10. La primera cuesta 250 soles (no incluye bebidas) y la segunda, 390 (incluye un welcome drink).
- La promoción “Partners in blind”, que se detalla en esta reseña, es un menú degustación de 5 pasos para pareja y tiene un valor de S/450.
- La experiencia “Love is blind” continuará durante todo febrero y luego de eso pasará a ser “on demand”.