El director japonés Ryusuke Hamaguchi escogió uno de los cuentos del legendario escritor Haruki Murakami llamado “Drive My Car” para hacer una película, que lleva el mismo nombre. En ese cuento, un director de teatro sufre la muerte de su esposa, mientras desarrolla una tarea importante: presentar en el teatro una adaptación de la emblemática obra “Tío Vania” (1899) del dramaturgo Antón Chéjov. Una historia donde el dolor que produce la vida es tan profundo como el de la muerte, y donde el amor y la infidelidad pueden considerarse mejores amigos. La cinta, nominada a cuatro categorías en los Premios Oscar 2022, se esfuerza por contemplarlo todo durante casi tres horas.
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Ante los ojos de un latino, el pensamiento asiático puede ser una intriga. Sus gestos, sus normas, su sabiduría. Ryusuke Hamaguchi, poniendo de rodillas a la crítica del Festival de Cannes 2021, ha logrado acercar al público al arte nipón mostrando el carácter de sus personajes parcos, pero intensos. Su cinta podría poner de moda el cine de Japón, como lo hizo Akira Kurosawa en 1951 con la victoria ante la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas (AMPAS) de la película “Rashomon”, ganadora del premio. Y como lo hizo en 1976 con “Derzu Uzala”, la mejor película extranjera de ese año.
“Drive My Car” es fácil de entender, siempre que la veas lúcida y descansada, porque no habla de un guerrero samurái o la política del Estado japonés, sino que parte de la pregunta más común en el mundo: ¿cómo afrontamos la muerte? Que, a la larga, es como afrontamos la vida. Apoyado en Antón Chéjov, el director japonés Ryusuke Hamaguchi nos coloca al frente el dolor de un hombre que acaba de perder a su esposa. A la par, este dramaturgo está dirigiendo actores con un método distinto. Todos ellos son de diferentes nacionalidades y deben sacar lo mejor de sí en escena. Por su lado, él escucha cada día las grabaciones de la obra recitadas en vida por su mujer. Además, la cinta muestra la sensación de pérdida, no solo del protagonista, sino también del resto de personajes, que afrontan la muerte de alguna u otra forma.
Para Jimena Mora, documentalista y profesora del Centro de Estudios Orientales de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), el único personaje que debería llevarse todos los Oscar es la actriz sorda (en la película) Lee Yoon-a, que es interpretada por la artista surcoreana Park Yu Rim. “El momento en que ella está actuando en la obra, explicándole al protagonista en qué momento vamos a descansar como seres humanos de lo que es esta vorágine de la vida, que es dura, que es difícil. En esta escena, toca la esencia de la obra del dramaturgo Antón Chéjov. Hermosa. Vale la pena ver ‘Drive My Car’ para llegar a esa escena. Su interpretación tiene una honestidad, una cercanía, una dulzura, que no ves en toda la película. Todos los personajes son súper parcos. Sus actuaciones son muy mínimas. Excepto el joven actor japonés Masaki Okada, que tiene un personaje descontrolado”, sostiene Mora, quien además es fundadora del grupo de investigación en cine japonés con foco en directoras asiáticas y nikkei en Perú, Futari.
En “Drive My Car”, los personajes lucen un semblante serio y los planos cinematográficos son contemplativos. Según Oscar Rondan, miembro del grupo de investigación sobre literatura japonesa Tenjin (天神学)y director de la Asociación Cultural Satori, la historia de Haruki Murakami, que se adaptó en la película, plantea eventos traumáticos, como la muerte de un familiar o la infidelidad, una forma de reconectar a las personas con sus emociones, algo sumamente complejo en la cultura japonesa.
“A diferencia, quizás, del cine contemporáneo occidental, donde la prioridad es la emoción de un cine blockbuster, el cine de Ryusuke Hamaguchi intenta volver a estos planos clásicos del cine japonés, casi como detenidos en el tiempo, que son los planos de obras como ‘Tokio Monogatari’, donde el director Yasujiro Ozu hace un plano de dos abuelitos comiendo durante 15 minutos. ¡Uno diría qué emoción hay en eso! Pero la emoción está, no en que estén pasando muchas cosas a la vez, sino en el detenimiento, justamente en esa imposibilidad, hipervelocidad de una sociedad capitalista. Detenerse. Quedarse. Las conversaciones, los espacios mudos. Da cierto peso dramático”, apunta Rondan.
EN JAPÓN
Al ser el teatro un medio de catarsis, lo que quiere un dramaturgo es que sus personajes produzcan emociones incómodas. Por eso, la obra de Chejov presenta seres degradados por la sociedad e incapaces de comunicarse. Así, podemos ver escenas de dos hombres que toman asiento en un bar para tener una conversación incómoda sobre la mujer que ambos amaron en vida, como ocurre en la película de Hamaguchi. Y aunque los personajes lo hablan de cerca, parecen muy lejanos.
“La incomodidad en la cultura japonesa clásica era productora de catarsis. Ellos, al ver cualquier obra de arte, entendían una emocionalidad diferente a la nuestra. Hay un término que se utiliza mucho en la estética japonesa, yūgen (幽玄), el miedo a algo desconocido infinitamente más grande que nosotros. Esa sensación ante algo gigantesco, pero incapaz de poder observarlo, tiene una recepción muy fuerte en el público japonés”, afirma Oscar Rondan. Parte de eso se ve en “Drive my car”, cuando el protagonista va escuchando los relatos de su esposa muerta todos los días a través de unas cintas grabadas. Casi un cuento fúnebre.
En la cultura oriental, hay roles que se deben cumplir y que reprimen a las personas en cierta medida, por lo que el arte siempre es su mejor arma para expresarse cuando no lo pueden hacer socialmente. Tanto Jimena Mora como Oscar Rondan coinciden en que una parte de la sociedad japonesa tiene ciertas normas establecidas, que simplemente no se pueden romper. Según explican, honne es un término que significa “lo que tú muestras a la sociedad” y tatemae, “tu realidad interna”. Lo segundo está mal visto, cuando lo importante es reflejar un “rol social satisfactorio; ser buena esposa, buen trabajador, buen ciudadano”.
Hay una escena en “Drive My Car” que refleja esa idea de obligación japonesa en todo su esplendor. Casi al final de la película, ocurre una muerte (sin spoilers) que pone al director de la pieza teatral en una disyuntiva. Entonces, los organizadores japoneses de la obra de teatro, interpretados por la japonesa Satoko Abe y el filipino Perry Dizon, se acercan a él y le dicen que solo tiene dos opciones para solucionar el problema, A o B. Más allá de lo que esté sintiendo y que todo se haya dado tan rápido, él debe ejecutar una de las alternativas, porque sus protocolos así lo exigen.
“Los encargados de ver toda la agenda del director de teatro le dicen: lo sentimos mucho, pero hay dos posibilidades nada más, o continúa con la obra o se cancela. Él no está pensando en su compromiso con las organizaciones, sino en el asesinato que acaba de pasar y su dolor agregado. Está en su drama. Pero, para ellos, no hay nada que procesar. Como si le dijeran que él lo puede procesar por su cuenta, pero las normas son las normas. Esa parte de Japón, donde hay cosas que se tienen que hacer y los compromisos no se pueden romper. Casi, casi, que no importa qué. Porque si esa fuera una conversación entre peruanos sería totalmente distinta. La gente se pelearía, etc. Y no estoy diciendo que una sea mejor que la otra, sino que son distintas”, comenta Jimena Mora, quien estudió cine en la ciudad japonesa de Kioto y entendió con el tiempo esas diferencias culturales.
Mientras los latinos hablan de las relaciones, los japoneses prefieren observarlas. Aunque hay muchas excepciones, el cine nipón suele ir por una perspectiva más única de lo que significa la vida y las personas cuando las observa. Eso es lo que ha demostrado la obra de Ryusuke Hamaguchi. Este artículo ve una o dos metáforas de su guion, porque después de casi tres horas frente a la pantalla, dependiendo de cada quien, el director no impone. Da cabida para descubrir una propia reflexión de la historia. No necesariamente para que la disfrutes, sino para que te incomodes como un gozo.
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