No dormir te cambia. Cambia tu humor, tu forma de hablar y percibir la vida. Hasta antes de ser madre dormir un montón era realmente dormir un montón: 8, 10, 12 horas. Pero desde que eres madre dices con orgullo que dormiste de 9 a 1 de la mañana y solo otras mamás te entienden.
Y cuando crees que nada peor puede pasar, pasa. Tu bebé empieza a dormir más, pero tu reloj interno ya está muy viejo como para cambiar tan rápido como él y te topas con el insomnio. Te quedas despierta preguntándote si estará enfermo, si lo abrigaste demasiado, si tiene frío, si habrá tomado suficiente leche, si tendrá un chancho atracado, si lo mejor es comprobar que está respirando.
Y te acercas. Y metes la pata y lo despiertas. Te odias. Y llora. Y tú también quieres llorar y te repites que mañana vas a aprovechar en dormir temprano, que vas a descansar cuando él descanse. Y llega mañana, y tu hijo duerme y ahí estás tú, pegada a Instagram sin poder soltar el celular. Y el bebé te llama a puro llanto. Lo tomas con buena actitud, lo atiendes, pero te gana el cansancio y te pones de mal humor.
Encima, esa noche pasa algo raro y no se calma. Y ya no llora, sino grita. ¿Hambre? ¿Frío? ¿Calor? ¿Caca? ¿Gases? No sabes por dónde empezar. Llora más fuerte, no lo puedes controlar y el cansancio se mezcla con la impotencia. Y te preguntas qué pasó, si por fin estaba durmiendo mejor. Lo metes a tu cama, no tienes espacio y encuentras una especie de comodidad con el cuello doblado ¡Uf! Qué rico huele tu bebito, pero ya, ok, a dormir.
Se mueve, y te patea, y por más que dijiste que ya no lo ibas a hacer sacas la teta. Está mamando, pero no comiendo. Qué importa. Estás cansada. Le ruegas que se duerma, le exiges que se duerma, se lo vuelves a pedir bonito. Te prometes que no vas a ver el reloj. Y lo ves. Son las 4 de la mañana y en menos de 5 horas tienes que trabajar.
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Te preguntas porqué te quedaste tantas horas viendo esa serie de bajo presupuesto. Y de pronto el bebé se calma, ambos cierran los ojos y concilian el sueño. Y se vuelven a despertar. Son las 4:15 am y no lo puedes creer. Le cambias el pañal, le cantas, lo envuelves, duerme en tu cuello, en tu brazo, en el pecho, en tu estómago, en tu pierna, te preocupas que se caiga de la cama.
Le haces una muralla de almohadas, pero sientes que no es suficiente y pruebas la técnica del delfín: dormir con un ojo abierto. No te sale. Te sientes estúpida, se te sale la leche, se la ofreces, te la niega. Y ya no llora, sino que juega. Se ríe. Son las 5 de la mañana y te das cuenta que sonríe porque es hora de jugar.
Te resignas, lo cargas, te paras, te tiras agua en la cara y no te reconoces del todo en el espejo. Respiras, decides tomarlo de buena manera: ¡un día a la vez! Haces café, el desayuno, le das de comer, tomas un sorbo de café y casi lo escupes porque está helado. El bebé quiere gatear, pero se estanca echado boca abajo. Se estresa, llora, lo atiendes. Pones música, bailan, bates los huevos con una mano y con la misma, cortas naranjas, pelas mandarinas, te rascas el poto, quieres responder mensajes por WhatsApp.
Te olvidaste que volviste a calentar el café y está más frío que antes. Ya fue. Lo tomarás después. Se te cierran los ojos, en tres horas tienes una reunión. El bebé se cagó, le haces muecas y cambias el pañal. Eres una buena mamá, pero te gustaría dormir, aunque sea un poquito más.
Y a lo lejos lo escuchas. Es el sonido de una mañana tardía, de un descanso más pleno, de un estiramiento más profundo. Es tu marido abriendo los ojos, saliendo de la cama, metiéndose al baño, y luego yendo a buscarte. Te dice buenos días, te da un beso, te quiere, lo quieres. Carga al bebé, lo pone en el piso, se agacha para jugar con él, te mira y dice:
- ¡Asu! Me duele la espalda. No tienes idea lo mal que he dormido.
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