Hay días que prefiero lavar los platos porque así no hago otra cosa. Si los lavo: no juego, no saco a mi perra a pasear, no me ensucio con témperas, no juego a las chapadas, no me encargo de las rabietas, no me tiro al piso a armar castillos ni a cocinar panqueques de mentira. Si lavo: no saco la basura, dejo de fingir frente a la computadora que estoy trabajando, y tampoco cambio pañales. Cuando lavo, si mi hija me llama le dicen que estoy lavando.
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Cuando lavo, la gente en mi casa encuentra su propia autonomía porque no me tienen a la mano. Si me necesitan, no estoy: estoy lavando. Y no se quejan, justamente, porque estoy lavando. Y si después me piden algo, pues digo que ya lavé ¿Soy una mala madre por eso? Lo dudo. Creo que solo soy una mujer con ganas de, por unos minutos, no cargar responsabilidad alguna más que dejar los platos limpios.
Y, aunque suene raro, lavar los platos es terapéutico. Es aburrido, sí, pero tiene su gracia. En la repetición está el gusto, dicen. Hay algo liberador en sacar la grasa, en quitar la mantequilla de los cuchillos, en fregar la avena de la olla, en frotar los bordes de los vasos, en sentir tus manos secas por tanto Ayudín.
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Una se limpia junto con los platos. Hay silencio, piensas en tu presente, visualizas tu futuro, te sumerges en la mugre para luego ver claridad. Lavas los platos porque no hay de otra, porque así te preguntas qué pensaría tu versión adolescente de tu nuevo gusto por los platos sucios. Lavas porque así desapareces haciendo algo; porque descansas sin dejar de aportar en casa.
Los platos limpios reflejan un buen estado mental mientras que los platos sucios no son más que generadores de ansiedad. De cierto modo, le pones orden a la cocina, a la casa, a la familia, a tu vida. Se cierra un ciclo. Lavas para ensuciar. Ensucias para limpiar… Lavas porque así nadie te jode.
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Así que, si me permiten, voy a lavar mi taza de café para abrazar mi salud mental.
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