Persistir en mi tozuda decisión de no ver La casa de papel y, por el contrario, esmerarme por descubrir alguna serie de perfil bajo, como El legado de Júpiter, en la que unos superhéroes ya entrados en años viven una discordia familiar al heredarle sus poderes a la siguiente generación. Nadie la vio, nadie me la comentó, nadie la ubicó en su ranking del año pasado. Por eso me gustó más.
Quitarle algunos niveles a ese par de Torres Gemelas hechas de libros pendientes que se levantan sobre mi escritorio y prometen atravesar el techo si no reacciono pronto. Con ese mismo fin, aprender a abandonar, a no dar segundas oportunidades a libros que no consigan modificar mi estado de ánimo en las primeras veinte páginas.
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Volver a Madrid y retomar la natación, el jogging, el ciclismo, si no para recuperar el estado atlético del que solía jactarme una década atrás, al menos para bajar los seguros cinco kilos ganados durante mi estancia en Lima, donde las comidas –y en especial las bebidas– han jugado un rol preocupantemente estelar.
Reunir disciplina y energía para lograr escribir esa novela sobre fronteras, territorios y lealtades, sobre misiones y casualidades. Novela que un día empecé segurísimo de que se trataba de una historia ajena, disociada por completo de mi experiencia personal, para luego, al cabo de un tiempo, descubrir lo íntimamente ligadas que están.
Entrar más al cine y menos al Twitter. Visitar más teatros, más playas, más chinganas; menos escaparates, menos clubes, menos cementerios. Someterme a una endoscopia, colonoscopia y enteroscopia para descartar cualquier anomalía en mi sistema digestivo, y así conjurar al fantasma del cáncer de estómago que cada tres o cuatros meses mi mente neurótica convoca sin falta luego de ingerir abundantes cantidades de ají.
Ejercer mi derecho a voto el primer domingo de octubre, cuando nos toque elegir alcaldes y autoridades regionales, confiando que para ese momento el actual abanico de candidatos al municipio de Lima haya sufrido una considerable mejoría. De lo contrario, seguir protestando a través del voto nulo.
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Eludir las variantes de covid que vayan a surgir administrándome las dosis de refuerzo que hagan falta; todo con tal de no volver a sufrir un confinamiento similar al de julio del 2021, cuando fui alcanzado por la variante delta en medio de una animada tertulia posfutbolística en un bar del barrio de Chueca.
Decir más veces que no. No quiero. No, gracias. No puedo. No me interesa. No soy el indicado. No tengo. No estoy. No sé. Y decir menos veces supongo, intuyo, me parece, sospecho, creo, todo indicaría que.
Visitar la casa de mis amigos más que sus aburridos perfiles de Facebook. Devolver las llamadas, contestar los mails. Ejercitarme en el peliagudo arte de la puntualidad. Premiar a los artistas callejeros que se rajan el lomo a la misma edad en que tú estabas repantigado en la sala de tu casa viendo El festival de robots, devorando incontables cachitos con mantequilla.
Tentar la nacionalidad española, no solo por las ventajas del pasaporte europeo sino porque, próximo a cumplir siete años viviendo allá y con una hija pequeña que se pone “chaquetas”, “bañadores”, “calcetines”; come “aguacates”, “bananas”, “patatas”; y dice “qué guay”, “qué chulo” y “qué mono”, siento que ya es momento.
Tratar en lo posible de ocupar las madrugadas en pasatiempos más edificantes que ver las repeticiones de Risas y salsa o las traumáticas eliminatorias mundialistas de los años noventa; por ejemplo, adentrándome en la prosa de Maggie O’Farrell como quien se aproxima a un mar picado.
Por lo demás, abolir toda solemnidad, celebrar a los amigos —los vitales, los tolerantes, los intensos— y no desear otra suerte, otra voz ni otro destino. //
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