Hace poco conversaba con una amiga que me decía que había descubierto la magia de los pantalones elásticos en esta pandemia. Prácticamente me hizo un ‘infomercial’ vendiéndome las propiedades de olvidarme de las tallas y sobre todo decirle adiós a la terrible sensación de ese botón antipático que cual cartel con letras en neón te anuncia que subiste de peso. Me contaba que eso le había permitido relajarse, darse esos gustitos que antes ni se le ocurrían, como una buena empanada a media tarde, sin pensar en las calorías. Incluso se animó a cuestionar por qué las marcas tenían que atormentarnos con caber en una talla ideal de cintura.
La escuché hasta el final pero no pude evitar transmitirle mi postura. Le dije que celebraba las delicias de un rico buzo, sobre todo los domingos cuando me encanta despanzurrarme en mi sillón junto a mi amigo Netflix, pero que me consideraba una chica botón. Lo reconozco, me gusta que el botón me alarme, así no sean buenas noticias las que me traiga; prefiero la certeza de la presencia de mi nuevo invitado, el rollo, a que pase “caleta” gracias al elástico. Me hace sentir en control saber cómo voy, sea para seguir la misma rutina o para cambiarla si creo que hay algo que mejorar.
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Claramente no nos pusimos de acuerdo y no pretendía hacerlo, pero a medida que avanzaba nuestra conversación me di cuenta de que no era sobre moda, sino sobre nuestra personalidad y cómo queremos enfrentar la vida. Inmediatamente se me vino a la cabeza otro de los hallazgos que tuve en pandemia y lo que, según mi hija, fue lo mejor que nos pasó en esta cuarentena. Hace unos años, el papá de Fernanda y yo decidimos cambiarla a un colegio que nos ofrecía un método de enseñanza distinto, que no estaba regido por la presión de las notas, de los puestos ni diplomas y menos aún de los exámenes y tareas.
Este colegio más bien apostaba por desarrollar la creatividad y el liderazgo de cada niño y niña sin obligarlos a regirse por un número que los haga sentir en competencia y los desenfoque de su verdadero objetivo de aprendizaje, que tenía como base la experimentación y el razonamiento. En conclusión, una oferta de valor que sonaba como el paraíso para un niño, y una propuesta disruptiva y seductora para unos padres vanguardistas. Fer pasó tres años en este nuevo colegio pero no se adaptaba del todo. Estaba contenta de no traer tareas a la casa, hasta se panudeaba un poquito frente a sus amigos de otros colegios de no tener exámenes y estaba contenta por toda la estimulación creativa, pero la sentía algo perdida, confundida, sintiendo una suerte de vacío al no saber si lo que estaba haciendo o aprendiendo era suficiente y esperando a que sus profesores le digan si fue la mejor en la exposición o en el debate, pero ante la falta de respuesta, sintiendo que “competitiva” era una mala palabra.
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Cuando la cuarentena llegó y las clases se trasladaron a la computadora, su frustración comenzó a manifestarse de manera más profunda, así que decidimos cambiarla nuevamente de colegio. No porque fuera un mal colegio el anterior, sino que no era para ella y estábamos matando su yo competitivo, que, por supuesto, es una buena palabra si se trata de destacar y dar lo mejor de ti. En otras palabras, Fernanda necesitaba su unidad de medida, sus notas en azul o en rojo, sus exámenes con fecha programada, sus tareas que involucraban dedicar tiempo a los deberes y no solo a las pasiones, su libreta final para reconocer su esfuerzo.
Fer sabía que no iba a ser fácil volverse a adaptar a un colegio convencional y los profesores nos advirtieron del enorme esfuerzo que le iba a representar. Pero mi guerrera no solo aceptó el reto, sino que nos lo pidió, sabiendo que sus días académicos iban a ser más difíciles. Siguiendo con el ejemplo del elástico o el botón, Fernanda necesitaba su botón que apriete o no apriete, dependiendo de su esfuerzo.
Hoy, casi un año después del cambio, no solo se adaptó rápido a los cursos y a sus compañeros, sino que ganó los juegos florales en matemática de toda la promoción conjugando creatividad con ciencias. Recibo no menos de una felicitación semanal de alguno de sus profesores por su participación en clase y su responsabilidad, y fue nombrada por sus compañeros consejera de la promoción. Le brillan los ojos cuando me habla de historia universal y hasta parece que encontró su vocación: historiadora. Y hoy me dio la sorpresa de inscribirse en un programa de debates de las Naciones Unidas para representar a su colegio. Es importante saber identificar si eres elástico o botón; para muestra, un botón. //