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Me vuelvo loca todos los 8 de marzo. Me retuerzo, me ahogo con mi propio humo persiguiéndome la cola. Quiero pelear con todos, quiero contestar con dardos de bilis a cada uno de los troles de Twitter que se sienten geniales y agudos porque usan ‘feminista’ como un insulto. Ellos son los primeros en llegar a los comentarios de cualquier noticia donde la mujer es una víctima para cuestionarla a ella, pintar el ambiente con suspicacias, señalar que nada está dicho; que si acaso no hemos pensado en todas esas hipotéticas vidas de hombres que se pueden arruinar cuando tienen al frente los escombros de las mujeres.
Quiero llegar a cada discusión sobre qué tanta desigualdad de género hay en el Perú -¡realmente!- cargada de cifras demoledoras, como que, solo en enero, se reportaron 671 denuncias por desaparición de mujeres o que el 58,9% de la población en nuestro país expresa tolerancia social a la violencia contra ellas.
Quiero pararme afuera de una comisaría y disparar balas de pintura roja por cada denuncia de violencia doméstica que archivan, por cada violador liberado al día siguiente por cuestiones técnicas, por cada mujer que se sentó temblorosa en una de sus sillas oxidadas a relatarles la peor noche de su vida y salió sintiéndose doblemente violentada, por cada animal que han protegido y habilitado con su indiferencia y matonería.
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Y de ahí, retrocedo. Pienso en que la que sale perdiendo soy yo. Que la que abre la puerta a la ansiedad, la frustración, el estómago apretado y revuelto, quien se pasa tensando la mandíbula, perdiendo el sueño, llorando parada y respirando hondo soy yo. Que nada de eso parece tener un resultado positivo visible, solo efectos secundarios en mi propio bienestar.
Es mentira esto último. Claro que hay cambios. Claro que la historia se mueve más con antorchas que con velas. La verdad es que tengo miedo. Tengo miedo de lo que atrae, miedo de la metralleta de odio y violencia porque pocas cosas enojan más que una mujer enojada.
Me enfrento a mi propia cobardía, a la realidad de que puedo esconderme debajo de las sábanas de mi privilegio, puedo escoger saltarme esta pelea hoy. Pienso que también hay cansancio. Un agotamiento generalizado. Porque el patriarcado no solo es agresión, también es desgaste. El mundo aprieta y las que estamos sin aire tenemos, además, que cargar con convencer a la gente de lo que está mal, con ser las profesoras ad honórem de todo quien siga intentando convertir el Día de la Mujer en una celebración de “feminidad”.
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Somos nosotras las que pensamos dos veces por dónde caminar y a qué hora, las que agarramos las llaves entre los dedos y nos quedamos en vilo cuando una amiga no nos contesta rápido el “¿llegaste bien?”, las que tenemos que ignorar la existencia del grupo de WhatsApp de los de la oficina donde hablan de nuestros cuerpos, las que somos descritas como conflictivas si abrimos la boca y que nos sentamos a la mesa del comedor con la familia a escuchar historias de “así son los hombres” como si todos y cada uno de nuestros comportamientos no fueran aprendidos.
Esto mientras lloramos a las que no están, mientras intentamos ser productivas, mientras atravesamos nuestros dolores individuales.
Son muy duros los 8 de marzo por eso elijo abrazar a las mujeres de mi vida, a las que están con el puño arriba y también a las que están echadas, con los ojos cerrados, respirando hondo e intentando solo atravesar el día o trabajado, ahogadas en pendientes, porque se espera que cambiemos el mundo que nos tocó, pero que seamos productivas mientras lo hacemos.
Las abrazo en su lucha constante, pero también en su feminismo imperfecto, su activismo intermitente, su confusión y cansancio. Las abrazo porque entiendo los dientes apretados, el nudo en el estómago, la pena y la rabia. Y porque el camino está cuesta arriba, pero seguimos empujándonos la una a la otra. //