Mi hija quiere lacearse el pelo. Odia el frizz, la falta de practicidad al peinarse, el hecho de no poder levantarse y hacerse una cola sin que su cabeza parezca una nube de hongo tras una explosión nuclear. Le frustra, fastidia y preocupa.
He intentado convencerla de que la opción de un laceado permanente no solo no es necesaria, sino que tampoco es la solución: lo ideal sería que ella aprendiera a amar (se) su cabello rizado. Pero, ¿cómo?
Hasta hace poco no habíamos encontrado ni producto ni estilista estrella que nos ofreciera un resultado tangible y mágico. Hemos pasado por varias tijeras y manos, y nada. Cero cambio, mismo frizz, misma frustración.
MIRA: Rescate emocional, por Lorena Salmón
Claro, el cabello rizado requiere de extra paciencia y cuidado, virtudes que, no hay por qué mentir, escasean en las mujeres de mi familia, incluida yo.
¿Por qué las mujeres con ondas quieren verse lacias a como dé lugar? ¿Qué hay detrás de ese rechazo factual? ¿Por qué los rulos son no deseados, problemáticos y prescindibles?
“¿Cómo hacen tus amigas rulosas?”, le pregunto a mi hija, en busca de guía y una luz en el camino.
“Todas se lacean”, me responde, con cierta superioridad ante la obviedad que no veía.
“Ya, pero yo prefiero que no te hagas eso en el pelo”, le digo ante su evidente molestia.
Mi reticencia ante su plegaria era estricta: no quiero que mi hija se pase laceando –y modificando su pelo– desde los 13 años. Mi intención era encontrar a algún profesional de los rulos que pueda ayudar a darle otra perspectiva y aprender a querer su cabello natural.
Pregunté a la comunidad online: “SOS necesito un profesional de los rulos”. Para mi sorpresa, la recomendación fue total. Existe, sí, una estilista enfocada 100% en estos casos extremos –y no tan extremos– de rechazo radical al rulo. Su nombre es Karen García y su emprendimiento, Ondas de Marzo.
Inmediatamente entré a su web en busca de una cita: me la programaron a dos meses. La demanda es absoluta y al parecer la recomendación, acertada, pensé. Una vez que pagas por la cita, te llega a tu correo un protocolo para ese día, indicaciones que hay que seguir al pie de la letra.
Cerca del día de la cita me di cuenta de que mi hija perdería clases del colegio, así que intenté cambiarla preguntando tímidamente si había opción de encontrar otra fecha en el calendario. Era principios de octubre y me dijeron que podíamos reprogramarla para casi Navidad. Ok, no, perderá el colegio.
LEE TAMBIÉN: Por qué es tan difícil decir lo que sentimos, por Lorena Salmón
Ese día salimos al salón con ciertas expectativas, más mías que de ella, pues por experiencia hasta el momento no había encontrado lo que buscaba. Mi hija tenía en mente –y en fotos en su celular– la clase de onda que quería tener a partir de ese encuentro.
Quiero así, así y así. A cada referencia que Antonia le mostraba, Karen le decía: “Ese peinado es de salón, esas ondas son hechas con producto o rizador, aquí no vamos a poder hacerte eso”.
De frente una estrellada contra la realidad de la ficción de las redes: los pelos que mi hija quería tener eran todos producidos, ninguno natural (pinche Instagram).
Así que Karen, con mucho acierto, comenzó a preguntarle a Antonia muchas cosas: ¿por qué no te gusta tu pelo?, ¿ a quién sacaste los rulos?, ¿te has dado cuenta de que cuando rechazas tu pelo en cierto modo estás rechazando tus raíces?, ¿no quieres parecerte a tu papi?
Antonia respondía con sinceridad: “No tengo paciencia para cuidar este pelo”.
“Pues, mi querida Antonia, precisamente eso es lo que te falta trabajar. ¿Por qué no tomas esos momentos de cuidado de tu pelo como momentos de amor y cuidado para ti?”, le proponía Karen mientras yo oía fascinada cómo, cual coach, aconsejaba a mi hija en menesteres del amor propio. Salí feliz. //