A se va a vivir fuera del país. Se va hoy mismo, mientras escribo estas líneas. Hace unos días atrás, nos invitó a un almuerzo para despedirla. Era una ocasión única y especial, en altamar.
Saliendo del covid, y aún sintiendo ansiedad y mareos esporádicos, pensaba que no sería buena idea, que lo mejor sería no ir (¿Cuántas personas seríamos? ¿En un bote?). Así, dilaté durante días mi confirmación al almuerzo.
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Sospecho que me siento con los ánimos bajos después de la enfermedad. No me provoca mucho más nada que quedarme en casa viendo algo en Netflix. En realidad, siempre he sido así, de no querer juntarme con mucha gente, de preferir la intimidad de mi grupo pequeño y de mirar con recelo a quien logre entrar.
Había pasado más de 15 días en casa, mis amigas más cercanas me escribieron preguntando si iba. Logré poder incorporarme a sus planes y a sus movilidades de ida y vuelta hasta Pucusana, y compré carpaccio de lomo porque me dijeron que ya había suficientes piqueos marinos.
La idea era dar unas vueltas en el zodiac para mirar la costa y luego subir al bote de la familia de A, donde almorzaríamos y saldríamos a navegar.
Qué bonito plan para quien se encuentra de espíritu caído: éramos nueve amigas que nos conocemos desde hace décadas, misma promoción del colegio. Mi promoción era pequeña, como mi colegio: en función del alumnado.
Nos conocemos hace tanto tiempo, que nos podemos permitir la distancia y el silencio, y en el reencuentro saber que todo sigue exactamente igual, intacto, congelado en el tiempo. Seguimos siendo ese grupo de niñas que se reía a carcajadas, que celebraban sus cumpleaños en El Rancho, que lloraron con Shakira, que bailaban Ice, Ice Baby.
Allí estábamos, un jueves de febrero, todas habiendo acomodado nuestros horarios laborales, gracias a esa flexibilidad que la pandemia nos ha permitido a algunos. Estábamos entusiasmadas de vernos, de ponernos al día, de saber que ese día podría ser uno muy, muy largo.
Me alegra haber podido vencer mi imposibilidad de tomar decisiones cotidianas, de hacerme miles de preguntas y de ponerme en diferentes escenarios. Agradezco haber podido vencer la desidia y la ansiedad social de reunirme con un grupo de amigas.
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Porque fue terapia, fue risa tras risa, fue la libertad de altamar. Sumergirme en el agua congelada y dejar que no hubiera nada más que agua salada y viva, generó en mi cuerpo y mi mente una sensación deliciosa. Y para el corazón, funcionó cantar todas las canciones de nuestro soundtrack de niñez, a todo pulmón y bailando con disfuerzo, pero felices.
Tanto, que hasta ahora me dura el efecto que ese día con amigas produjo en mí: saber que siempre están, que siguen siendo las mismas, las que me conocen a la perfección, y con quienes puedo ser porque no hay nada que esconder.
Uno debe invertir siempre su tiempo en estar rodeado de la gente que le hace bien. Así dice la mayoría de los estudios acerca de la felicidad que se han realizado: el ser humano necesita saberse contenido, querido, abrazado, reírse con su gente, estar en paz con su familia, contar con aunque sea un buen amigo.
Por eso quería compartirles mi experiencia más cercana y cómo mi espíritu aún baila, mi corazón todavía se ríe, solo de haber estar un día con mis amigas queridas. Siempre será una buena idea pasar un rato con quien quieres, siempre. Ante la duda, altamar, y mejor si puedes elegir la mejor compañía. Tus amigas, tus amigos, te reinician la vida. //
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