El rompecabezas fabricado comercialmente más grande de todos pertenece a la firma catalana Educa Borras. Se adquiere a través de un pedido online por Amazon, tiene 42 mil piezas, vale 349 euros y se llama “La vuelta al mundo”. Este viene separado en siete bolsas que contienen 6 mil piezas cada una y es un recorrido de una sola imagen por el planeta entero. “¿Dónde montarlo?”, pensé cuando me enteré de su existencia.
Desde el 2018 comencé a armar rompecabezas inspirada por mi amiga Micaela Llosa. El primero tenía 500 piezas y una gráfica maravillosa de los animales de la selva. Luego intenté armar otro de 1.500 y tardé tanto en acabarlo que pensé abortar la misión, darme por vencida, desarmarlo de una vez por todas y recuperar mi mesa de comedor. Qué importa el fracaso. Logramos sobrellevarlo mi esposo y yo, en meticuloso y exigente trabajo de atención, y decidí seguir encaminada en esa actividad que descubría a plenitud a los 37 años.
Después de aquellos retos, las piezas comenzaron a calar entre sí cómodamente. Empecé a buscar rompecabezas en la ciudad y a comprar si encontraba una oferta. Y así seguí en el 2019 con la misma dinámica, hora tras hora, día tras día, celebrando con aplausos, golpes y saludos cada vez que encontraba una pieza. Si hallaba alguna que encajara con precisión de ninja al primer intento, el acto era festejado escandalosamente por mi marido si este estaba presente (él es muy competitivo). Puro disfrute y ejercicio para mi cerebro.
Al armar un rompecabezas no solo ejercitas ambos lados de tu cerebro: la parte de la lógica para enlazar las piezas y la creativa para fluir con el reto. También trabajas la atención, le das una pausa a tu mente entrando en un estado casi meditativo, refuerzas tu memoria, mejoras tu capacidad psicomotriz y cómo resolver problemas paso a paso.
Además, nada como esta actividad para trabajar tu paciencia: mis hijos rara vez han intervenido en el armado de alguno de los rompecabezas, lo cual alimenta mi frustración. No toleran no encontrar la pieza que necesitan inmediatamente y se frustran con absoluta facilidad, dándose por vencidos casi al empezar.
El rompecabezas te exige hacer uso de tu ingenio y, de hecho, es uno de sus frutos: el cartógrafo inglés John Spilsbury pegó en 1760 un mapa sobre un cartón de madera, cortó las fronteras para enseñar clases de geografía de una manera didáctica y boom; creó uno de los juegos familiares más longevos.
Hay quienes encuentran esta actividad aburrida por todo el tiempo y la atención que exige; sin embargo, hay quienes abren uno nuevo y toman el reto con humildad y a su propio tiempo. Así soy yo. Aun así, hace algunos meses, me llegó un reto peculiar: una tienda de juguetes de nombre Liebe Bar me retó a mi y a mi amiga Chiara Roggero –que, al parecer, era una especie de obsesa de los rompecabezas– a armar el mismo modelo, para ver quién lo hacía primero. Acepté por joda, pero me tomé el asunto con la seriedad requerida. La llamé y le propuse poner las reglas claras: cuántas horas le dedicaría, cuántas personas intervendrían. Me desafió a disponer de todo un domingo desde las 6 a.m. hasta terminarlo, para ver quién la hacía. Y así fue que un séptimo de semana no me cambié ni me lavé la cara y me la pasé sentada sin literalmente satisfacer alguna necesidad básica para ganarle. Quería hacerlo porque ella también es una competitiva.
No pude. Me derrotó.
Acepté la pérdida. Desde entonces, he armado uno que encontré con el 50% de descuento y he comenzado otro que muestra un canal en Ámsterdam al anochecer. //