Digámoslo en los términos mas amables posibles: ni reuniendo a los 18 candidatos presidenciales dentro de una licuadora gigante podría obtenerse, como multicolor resultado de la exótica mezcla de todos, un solo candidato convincente.
Esta es una orfandad anunciada. Los partidos políticos ya no disimulan su condición de gestores de intereses con floro y fauna, para lo cual sus integrantes disponen de sucesivas e intercambiables camisetas. La presidencia, tristemente, se ha convertido en el vestíbulo de la cárcel.
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La corrupción pirata y la simpleza megalómana han conquistado los terrenos del servicio público. Es un territorio en el que pocos quieren entrar por temor a su peor consecuencia: el empapelamiento legal, ya sea por culpa propia o por venganza política ajena.
Es cierto que el cargo presidencial no es ajeno al riesgo, pero no hay virus que se adquiera por contacto al sentarse en el sillón de Pizarro. El peligro está, según los atestados policiales que narran la historia moderna del poder ejecutivo, en las tentaciones y privilegios que rodean al cargo. Entre los asesores y los financistas habita el Judas designado que tarde o temprano delatará el acto infame.
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Doscientos años de vida republicana no han sido suficientes para vacunar contra la indecencia al servidor público peruano. Si así están las cosas mejor postergamos todo ánimo celebratorio hasta el 2121, Tricentenario al que ojalá lleguemos moralmente habilitados, posiblemente solo gracias a la ciencia.
En las elecciones peruanas se aprende a regatear más que en un mercado. El proceso enseña a tomar una decisión que no es ni satisfactoria ni exacta, sino regida por el tira y afloja entre lo ideal y lo tristemente posible.
Por eso sorprende el fanatismo beligerante de quienes presentan al candidato de sus preferencias como referente de una integridad tan inmaculada como imaginaria. Ese paroxismo propagandístico, que se exacerba conforme se acerca a los extremos, conlleva la consecuente mentada de madre si no estás de acuerdo con tal revelación.
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La hostilidad ha opacado a la propuesta en esta elección, y hay quienes – ya sea por hartazgo, ansiedad o pánico- celebran la bravuconada como mínimo denominador común. El deterioro del debate político no será inocuo. El país que deberá gobernar el próximo presidente será uno hondamente dividido por el Covid, la crisis y sus secuelas. Sobre esa tragedia arderán las heridas hechas por insultos y falsedades usadas como herramientas de campaña.
Que ironía penosa: Luis Bedoya Reyes fallecía el día que se decidía la prisión preventiva del expresidente vacunado en secreto. Bedoya se lleva consigo los usos de una política articulada, pensante y desprendida.
Su legado político, el de una derecha verbalmente estructurada que decía el Perú primero, no será en absoluto el de la ofensa ni el del divisionismo, contraste notorio en tiempos en donde prima el lenguaje cavernario. Nunca fue electo presidente, enigma y lamento extemporáneos de una decisión democrática.
Los que postulan ahora no son los salvadores de la patria. Son lo que hay. Estamos a punto de confirmar, o evitar, nuestro próximo arrepentimiento. Esta elección nos confirma como el país del mal menor.