“Nunca confíes en tus opiniones”, me dijo una vez una anciana que sin duda había alcanzado un grado importante de sabiduría. En un principio, su consejo me desconcertó; parecía ser la infalible receta para la vacilación o el camaleonismo. Solo los volubles, los inestables, los mediocres desconfían de sus opiniones, pensaba yo por dentro. Me tomó un tiempo reparar en la sustancia de la frase. Aquella mujer no me había sugerido abandonar mis opiniones una vez formadas, solo me invitaba a ser un poco escéptico con ellas, a no considerarlas tan definitivas, a no darlas por sentado tajantemente, a que mantuviera entreabierta esa puerta pesada que el ego se empeña en clausurar: la puerta de la equivocación.
Desde el día que entendí el sentido de esas palabras –«nunca confíes en tus opiniones»– las convertí en el mantra personal con el que me inmunizo contra la testarudez y la intransigencia. Cada vez que intervengo en una discusión, lo hago dando cabida a la posibilidad de que mis puntos de vista no sean del todo acertados. Esa premisa es crucial para que exista la conversación. Quien ingresa a una controversia creyendo tener el monopolio de la razón o de la verdad pierde de inmediato validez como interlocutor, pues su actitud busca imponer un punto, no dialogar para alcanzar un entendimiento.
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Poner en duda las opiniones propias es un saludable ejercicio para ensanchar la mente, para averiguar qué otros argumentos florecen más allá de las (en ciertos casos, estrechas) fronteras mentales. De ese ejercicio son incapaces los individuos que se amotinan detrás de sus opiniones como si estas fuesen el último reducto o bastión (el noventa y cinco por ciento de los usuarios de Twitter); como si cambiar de pareceres fuera una claudicación social, un signo de debilidad, una muestra de retroceso.
Todos tenemos, desde luego, unos principios inquebrantables, una suerte de marco teórico o escenario general cuyos límites evitamos transgredir en nombre de una mínima coherencia de comportamiento. Pero dentro de ese marco existen posiciones cotidianas y coyunturales –muchas de ellas construidas sobre la base de prejuicios o medias verdades– que pueden variar, mutar, transformarse, a veces radicalmente. Y no está mal que así sea. El paso del tiempo, sin duda, ayuda a matizar nuestros veredictos acerca de la realidad, pero también son imprescindibles para abrir los ojos a las revelaciones, los traspiés, las recompensas, los desencantos.
Algunas de esas posiciones tienen que ver solo con gustos o preferencias superficiales, otras con cruciales convicciones de fondo. Antes, por ejemplo, yo cerraba filas contra la existencia del VAR en el fútbol; hoy pienso que es un recurso que aporta justicia al espectáculo. Antes hablaba mal de las películas de zombis, ahora no puedo dejar de verlas. Antes ‘odiaba’ a ciertos autores cuyos libros condenaba sin haber leído, títulos que luego no solo admití, sino que disfruté y recomendé. Antes no cuestionaba los privilegios sociales de los que me había beneficiado. Antes creía en los milagros, también en los marcianos, en la ley del talión, en la erradicación de los flagelos, en la reducción de las brechas sociales, en la superioridad moral de los intelectuales y, en fin, en una serie de causas o ideas que hoy me parecen, por lo menos, improbables.
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Hace unos días, acudí a la presentación del último libro de Mario Vargas Llosa, «El fuego de la imaginación» (Alfaguara, 2022), donde –bajo la curaduría del excelente ensayista colombiano Carlos Granés– se compilan una serie de artículos, ensayos, prólogos y conferencias del premio Nobel. Los temas son variadísimos, pero todos empiezan o terminan en sus viejas obsesiones. Consultado sobre cómo miraba desde el presente esas páginas escritas en otra época –casi podría decirse por otro hombre–, Vargas Llosa acotó: «muchos de los textos ya no los reconozco por su antigüedad; otros defienden unas posiciones que ya no son las mías, pero todo eso constituye la historia de un escritor. Ese pasado rico, complicado y contradictorio es fundamental».
Tal vez los seres humanos solo seamos eso: una suma caótica de contradicciones y paradojas a la que intentamos, en vano, poner orden en aras de una convivencia armónica con nosotros mismos y, de paso, con los demás. Las opiniones son solo la carcasa de esa suma y no siempre transmiten la verdad acerca de quiénes somos y cómo pensamos. Si es importante tener opiniones, es doblemente importante desconfiar de ellas, como me enseñó hace muchos años una anciana que, sin duda, había alcanzado un grado importante de sabiduría. //