No podemos transar con la violencia política. Si alguien es víctima de un acto violento por su posición ideológica, no hay justificación válida para ese ataque. No podemos consentir la violencia, incluso aquella que se ejerce en nombre de causas con las que nos sentimos identificados.
Los clanes de ultraderecha autodenominados La Resistencia, Los Combatientes y otros afines son agentes violentos. En muy poco tiempo, han pasado de perturbar presentaciones de libros con tomatazos y pirotécnicos a arrojar excrementos a una instalación periodística y amenazar de muerte al presidente del Jurado Nacional de Elecciones. Lo insólito es que esa escalada se ha desarrollado con total impunidad. Las autoridades llamadas a ponerles freno se toman fotos con ellos, y hasta parecen identificarse con sus métodos, tanto así que hace unos días hemos visto a algunos de estos individuos —quienes no dudan en hacer el saludo nazi en las calles— departiendo en una mesa del Ministerio de Cultura, en una charla «de puertas abiertas» en la que solo faltaron los brindis por Fiestas Patrias.
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Ante la justificada indignación que mostramos (y seguiremos mostrando) en redes sociales, los miles de ciudadanos que creemos que la tolerancia y la democracia no pueden dar cabida a quien ataca e insulta sistemáticamente, ciertos usuarios —a quienes no parece molestarles el proceder salvaje de los extremistas— se apuraron en señalar que tal indignación es selectiva, pues no se dejó sentir en el pasado cuando políticos como Luis Alva Castro, Carlos Tubino o Ricardo Burga sufrieron agresiones. Dicha imputación, desde luego, es falsa. Es solo cuestión de ejercitar un músculo que muchos tienen reblandecido: la memoria.
¿Fue condenable la patada que recibió el exministro aprista Luis Alva Castro frente a la Embajada de Uruguay en noviembre de 2018? Sin ninguna duda. Muy condenable. Es cierto que el agresor, identificado como Alexander Peña Böttcher, apareció a los dos días para pedir disculpas, ponerse a disposición de la ley y ofrecer solventar los gastos médicos que requiriera la atención de Alva Castro; y es verdad también que hizo circular una misiva en la que señalaba: «Esta manifestación de intolerancia y agresividad no reflejan mi personalidad y mi forma de conducirme en la vida», pero ya el daño —repetimos, imperdonable— estaba hecho.
¿Fue condenable el conazo que recibió el congresista fujimorista Carlos Tubino en octubre de 2019 mientras intentaba ingresar por una puerta lateral al Congreso disuelto por Vizcarra? Claro que sí, cómo no condenarlo. Es cierto que el propio Tubino luego, en la cabina de RPP, comentó sobre el hecho: «No me desagrada», y confesó que tenía correa, que coleccionaba todos los memes de los que era protagonista, y hasta se detuvo a posar sonriendo, relajado, con el cono naranja delante de las cámaras; pero todo eso no le quita un ápice de gravedad a la acción irresponsable del agresor.
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¿Fue condenable el puñetazo que recibió en la cara el vocero de Acción Popular, Ricardo Burga, en noviembre del 2020, en el momento en que contestaba preguntas de la prensa afuera del Parlamento? Desde luego que lo fue: condenable, primitivo, vergonzoso. Es cierto que el atacante, Carlos Ezeta Gómez, fue detenido por la policía, y que al salir de la carceleta pidió perdón, diciendo: «Si bien es un derecho protestar, no está bien actuar con violencia», pero eso no borró lo indecente y bárbaro de su comportamiento.
Todas esas agresiones, reitero, fueron censurables. No deberían repetirse. Ahora bien, quien no quiera reconocer la diferencia entre aquellos casos y el actual incurre en conveniente miopía. Los extremistas de ultraderecha actúan en mancha, no rectifican, no rinden cuentas de su hostilidad, no agachan la cabeza, no piden perdón.
No hay violencia buena ni positiva ni justiciera. Quienes toman aeropuertos, causan destrozos y queman bienes públicos merecen ser sancionados. Y aquellos que acosan, amenazan y vierten heces en casa de sus adversarios, también. La diferencia es que, a los primeros, en vez de detenerlos como corresponde, les disparan a mansalva. A los otros, los invitan a ponerse cómodos en un ministerio. //