Cuando hace unos meses obtuve el pasaporte español no consideré los beneficios futbolísticos secundarios. Recién ahora, con la Eurocopa en marcha, he captado los derechos afectivos inherentes a mi segunda nacionalidad y he querido ejercerlos. Lo primero que hice fue ir a Decathlon a comprarme una camiseta de España talla médium. Lo segundo fue ir al bar del final de mi calle a sentarme a ver el España-Alemania. «Ponme una caña y un pincho de tortilla, tronco», le dije al mesero que atendía al otro lado de la barra. Sonó el pitazo, bebí de un sorbo la espuma de la cerveza y grité: «¡vamos, carajo!», con un indisimulable dejo de latino migrante que despertó las inmediatas miradas de suspicacia de mis compatriotas locales.
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A medida que avanzaba el partido fui sumándome a las reacciones naturales del gentío: «uhhhh», cuando un disparo de La Roja pasó cerca del arco alemán; «¡joder!», cuando Pedri salió lesionado por un golpe de Kroos; «¡venga!», cada vez que la defensa despejaba un balón peligroso. En el entretiempo me puse a comentar con los parroquianos el buen partido que venimos haciendo, lo dije así, en plural, sacándole lustre a mi españolidad de papel. «¡Ponme un doble!», ordené al barman en el inicio de la segunda parte, y continué comportándome como un hijo natural de estar tierras: canté el golazo de Dani Olmo, maldije el empate de Florian Wirtz a los 89′ y me abracé con la multitud cuando llegó el agónico 2-1, el gol del triunfo (de nuestro triunfo). «¡Ya estamos en semis!», se me ocurrió vociferar levantando mi vaso de cerveza y la gente a mi alrededor me secundó con saltos, gritos y brindis. Entonces, en el televisor sonó, en directo desde el Stuttgart Arena, Mi gran noche, la canción de Raphael, y se desató la locura general; y mientras el resto cantaba yo me puse a pensar: cómo no querer a España, cómo no sentirme español si aquí han nacido mis dos hijas, si aquí vivo hace casi diez años, si aquí tengo amigos queridos que son mi familia en el exilio. «¿Dé dónde eres?, ¿de México?», me soltó de pronto el barman sirviéndome la tercera. «¿Eh? No, no…qué va tío, soy de Perú», respondí, impostando un artificioso tonito madrileño. «Ah, Perú…los eliminaron de la Copa América, ¿no?», comentó a quemarropa. Sus palabras atravesaron mis oídos con la lentitud de un filoso puñal, poniéndole abrupto fin al encantamiento. La sonrisa española se me cayó al suelo como una máscara y no me quedó más que pagar mi cuenta y salir cabizbajo del lugar. A medida que avanzaba de regreso fui diciéndome en voz baja la verdad: no ha germinado en mí el amor futbolístico hacia España. A pesar de las muchas experiencias acumuladas en el país, y a pesar de haberle jurado lealtad al Rey para conseguir el pasaporte, los triunfos y derrotas de la selección ibérica no me traspasan, no me afectan, no condicionan mi ánimo. Lo sé porque mientras veía cómo tocaban Rodri, Morata y Yamal ante Alemania lo único que me preguntaba por dentro era por qué demonios no pudieron hilvanar esas mismas jugadas Quispe, Peña y el Orejas ante Chile o Canadá. Lo sé por qué cuando Mikel Merino se elevó para anotar de cabeza el gol de la victoria, yo pensaba en los cuarenta años de Paolo Guerrero y en la mala racha de Lapadula. Lo sé porque cada vez que tomaba un trago en el bar, no lo hacía para festejar a los hombres de Luis de La Fuente, sino para calmar las penas dejadas por el equipo de Fossati. En la entrada de mi edificio, me crucé con el vecino del sexto. Es un chico de veinte años, poco más alto que yo. También venía de ver el partido y bajaba a los bares a celebrar. «Partidazo eh», me dijo. Asentí con la cabeza. Antes de que se marchara le pedí que esperara unos segundos. Entonces me despojé de la camiseta de Decathlon y se la regalé. Se la puso de inmediato. Le quedaba pintada.