Cuando era niña, mis padres cargaban con sus dos hijas infantes y la nana en su ‘vocho’ y manejaban durante casi cuatro horas hasta Barranca. Las tías Bustamante, hermanas de mi abuelo materno, Jorge Bustamante Roca, tenían una casa ahí y amablemente nos recibían en ella los fines de semana de verano.
Eran los años 80 y principios de los 90, cuando el camino por la Panamericana no era tan seguro.
Felizmente, nunca tuvimos problemas.
Llegar hasta allá, con mi papá manejando, era una aventura con paradas obligatorias de carácter caprichoso y antojadizo. La parada que más disfrutaba era en el hotel Chavín para comer mixtos calientes y tomar jugos de naranja. Además, era un indicador de que ya estábamos cerca.
Los fines de semana respetaban ahí una misma dinámica: los viernes o sábados en la noche, los adultos se la pasaban en la parte trasera de la bodega de Ordóñez jugando sapito y tomando cerveza. Los días se disfrutaban en la arena y en los almuerzos no faltaba el tacu tacu. Recuerdo que mi papá se adentraba siempre a la cocina de Tato y cogía su sartén para jugar a ser chef. Eran épocas felices.
También fue en Barranca donde tuve mi primer interés romántico en un chico mucho mayor que yo, del cual no recuerdo más que una imagen borrosa. Sé que corría morey.
Cuando no íbamos a Barranca, nos movíamos hacia Ancón de la Marina (tengo muchos tíos y familiares que son marinos).
Los fines de semana allí también eran especiales: había una chicoteca y viví las primeras interacciones con chicos (yo estudié en un colegio de niñas). Había búsqueda del tesoro, boya en el mar, muelle con mito de Llorona incluida y excursiones a las playas aledañas.
Eso sí, el mar congelaba.
Cuando fui creciendo dejamos de ir para –literalmente– tratar de encontrar, mi hermana y yo adolescentes, una cama en Asia: todo nuestro interés se volcó hacia el otro lado del mapa.
Veranos enteros me autoinvitaba a la casa de la mejor amiga de mi hermana (¡gracias, Karen, por eso!) y el asunto era tan urgente que un día fui el fin de semana sin tener dónde dormir. Para improvisar con una amiga un techo, terminamos durmiendo en la playa (hijos: esto no es ejemplo de nada).
Los fines de semana en Asia eran de energía, interés y tiempo para juerguear y gilear.
Nada ha cambiado, claro está.
El domingo pasado salía de la casa de mi hermana, a donde voy todos los fines de semana (gracias, Ian, también, siempre). Eran las 8:30 de la mañana y dos chicas vestidas de blanco se bajaban de un taxi en la puerta de su casa.
Mientras avanzaba en bicicleta por el malecón vi un poco más de lo mismo: chiquillos de blanco regresando a sus casas o dormidos con la boca abierta en algún lado. Me imagino que todos provenían de la misma fiesta con un código de vestimenta.
Pensé en mi hija, en mí y luego pensé que hay momentos y etapas inevitables.
Hace tiempo que los fines de semana se han convertido en días largos en la arena, almuerzos tardíos en familia y noches de comidas. Me gusta levantarme temprano en la mañana, coger la bicicleta de mi hijo, ponerme audífonos y montar feliz, cantando mientras veo el mar al lado.
El verano es una época grandiosa: todo brilla más, los colores son más nítidos, el mar cura cualquier mal, adoro la ligereza de vestirse más libre, la convivencia con la familia y los amigos, los helados. Es, sin duda, mi estación favorita.
Y está científicamente comprobado que uno es más feliz. //