Antes de que empezara la pandemia, en nuestros habituales paseos por el barrio, mi hija mostraba una invencible curiosidad por la piscina de un edificio vecino, cuya peculiaridad consistía en permanecer vacía la mayor parte del año.
Cada vez que pasábamos delante de la fachada, ella se pegaba al portón enrejado y señalaba al fondo, en dirección a ese enorme agujero circular revestido de mayólicas celestes que, desprovisto del líquido elemento, carecía de toda gracia. Para Julieta equivalía a un parque de atracciones sin atracciones.
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“¿Por qué está vacía, papá?”, me preguntaba, incrédula, y yo no sabía muy bien qué contestar, seguro de que cualquier explicación técnica (del tipo “porque está en mantenimiento” o “porque hace mucho frío”) desencadenaría nuevas interrogantes imposibles de satisfacer.
Como toda respuesta, se me ocurrió componer una canción (aunque quizá el verbo componer no sea el más adecuado). Trasladé la escena urbana a una atmósfera rural para situar la historia de una niña que, tras toparse con una piscina en medio de una planicie deshabitada, hacía denodados esfuerzos por encontrar una solución para llenarla. Le añadí una tonada funcional y la canción quedó lista: Julieta la memorizó en cosa de minutos.
Fue mi esposa quien me convenció de que ese divertimento musical merecía convertirse en libro. Durante meses se dedicó a cantar el tema de Julieta y su piscina campestre a cuanta persona se cruzaba con nosotros, en una suerte de focus group itinerante que, para mi sorpresa, arrojó resultados positivos. Animado por la idea editorial, le solicité a mi cuñada, la estupenda ilustradora Mónica Freundt, que dibujara la aventura de Julieta, aún sin imaginar que un tiempo después Penguin Random House se ofrecería a publicarla. Desde hace una semana, Julieta salió a buscar, mi primer título infantil, existe y está ya en librerías, a disposición de las familias interesadas en leerlo (y en escucharlo, porque trae un código QR que remite a un link donde puede oírse la canción que inventé, en una versión mejorada gracias a la hermosa voz de Giuliana Aza).
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Un día, mucho antes de la publicación, mientras revisaba las pruebas de impresión, capté que el relato podía leerse también como una metáfora de estos tiempos cruciales en la relación entre los seres humanos y el planeta: la niña que se empecina en hallar diversas fuentes de agua (mangueras, cubos de hielo, lluvia, etcétera) puede ser vista como una proyección de la generación que crecerá sufriendo y combatiendo los efectos devastadores de la crisis hídrica global que viene agudizándose.
Recuerdo que, en el 2014, un grupo de ambientalistas de la Universidad Católica indicó que hacia el 2025 el Perú experimentará un severo estrés hídrico junto con Irán, Somalia y Sudáfrica, además de una notable descompensación demográfica. El Tyndall Centre de Inglaterra (que ubica al Perú como el tercer país más vulnerable del mundo a los eventos climáticos, después de Honduras y Bangladesh) se sumó al fatídico pronóstico advirtiendo que el mismo 2025, tras una secuela de avalanchas propiciadas por la corriente de El Niño, sobrevendrá una gran sequía que será fatal para nuestra costa y sierra. Consultado al respecto, el profesor de la UNI Julio Kuroiwa (fallecido en julio de 2019) dijo en aquel momento que “ni en los desiertos de Arabia la escasez de agua será tan crítica como aquí”, en referencia a Lima, que, atrapada entre su naturaleza desértica y las limitaciones del Estado para potabilizar el mar del Pacífico, tendrá poquísima agua para repartir entre sus millones de habitantes.
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No quiero, desde luego, arruinar el lanzamiento del cuento de mi hija con estos vaticinios apocalípticos, pero sí enfatizar que incluso el más inocente de los libros puede darnos clarinadas de alerta sobre dilemas que no reconocemos a diario, y cuya solución solución tendríamos que buscar con la decisión y el optimismo de la hermosa niña de esta historia. //