Hoy, miércoles 8, dentro de algunas horas, viajaré a Lima después de dos años. Parece que hubiese pasado el doble desde mi última visita, en diciembre del 2019. No sé si ustedes lo viven igual, pero la pandemia, además de alterar las rutinas personales, ha distorsionado la sensación del transcurso del tiempo; mejor dicho, ha generado la ilusión de que ahora todo sucede más lento, a una velocidad que no siempre coincide con la del calendario.
Mientras escribo esto, me pregunto qué tantas ganas tengo de volver realmente, de pasar un largo mes en esa ciudad que activa tantos sentimientos encontrados. Hay motivaciones innegables: la principal, pasar la Navidad en casa de mi madre y ver a mi familia nuclear ya no por Zoom, sino en vivo, sin quedarnos estáticos o pixeleados por fallas en la conexión de Internet. También quiero ir y brindar por los ausentes, en especial por mi tío Renato, que se contagió de covid en abril y murió, como tantos otros, en la soledad de un hospital sin que nadie pudiese abrazarlo. Y brindar también por el tío Chalo, que sobrevivió al virus, salió de cuidados intensivos y, pese a las limitaciones físicas propias de todo hombre que ha sobrepasado cierta edad, aún tiene ánimos para abrir la penúltima botella de whisky delante de sus bisnietos y deleitarnos, por los menos a mí, contando por enésima vez las historias de nuestros antepasados.
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Y me hace ilusión, desde luego, que mi hija de cuatro años vea a sus abuelos, interactúe con sus primos, observe las calles, perciba el mar que no existe en Madrid, y haga preguntas, es decir, que tenga contacto con sus raíces, con ese otro país al que siempre estará ligada, a pesar de que difícilmente viviremos allí otra vez.
Quiero volver para juntarme con aquellos buenos amigos –del barrio, del colegio, del fútbol, de la chamba, de la vida– cuya complicidad prevaleció tras la polarización electoral, ese parteaguas que magulló tantas relaciones en apariencia sólidas, o quizá simplemente las sinceró, las transparentó, las ubicó en su lugar natural.
Y, claro, también quiero estar allá para reencontrarme con los queridos lectores en las reuniones previstas por la editorial, donde además de conversar podré firmar libros, ceremonia que para quienes escribimos constituye siempre un trueque ventajoso, pues a cambio de una dedicatoria más o menos inspirada recibimos opiniones luminosas, confesiones fugaces, retazos de vidas ajenas, existencias resumidas en brevísimos minutos.
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Esas ganas de volver, sin embargo, palidecen cuando pienso que tendré que andar con la guardia arriba sabiendo que en diciembre Lima se torna más caótica, hostil e insegura que de costumbre. Para colmo, a la delincuencia común –o como una forma sofisticada de ella– ahora se suman esos intolerantes grupos de ultraderecha que gustan de sabotear actividades culturales. Confío en que por temporada navideña sabrán mantenerse en sus madrigueras.
Además está, evidentemente, el factor covid, la variante ómicron, la inminente tercera ola. Estos últimos días, para no arruinar el viaje con un posible contagio, he redoblado las previsiones: uso la mascarilla inclusive en la vía pública, me pongo gel en las manos con frecuencia casi compulsiva y en el metro o los supermercados tomo inmediata distancia de la gente que tose o estornuda. A eso hemos llegado. También los demás actúan igual: basta un carraspeo o el menor signo de resfrío de mi parte para que surjan alrededor miradas sigilosas, incriminatorias, que lo hacen sentir a uno portador de dengue, ébola, gripe aviar, todos los males juntos.
Durante las próximas cuatro semanas espero mantenerme a salvo de los contratiempos sanitarios, los movimientos sísmicos, las tormentas políticas. En cualquier caso será en las mesas, en el prometedor reencuentro gastronómico, donde queden zanjadas las desavenencias, curados los sustos, saldadas las cuentas y renovadas todas las promesas. //