El insomnio me arrastró la otra noche a buscar una película. No quería nada contemporáneo, nada que hablara del presente. Buscaba algo de los ochenta o noventa, mejor si era de suspenso. La plataforma me sugirió El silencio de los inocentes. Acepté la recomendación. La había visto un par de veces el año en que la estrenaron, 1991, cuando estaba a punto de egresar de secundaria y me dirigía al futuro con esa mezcla de cautela, miedo y expectativa con que la agente Clarice Starling se aproxima por primera vez a la jaula de acrílico donde la espera el doctor Hannibal Lecter.
Al terminar de verla, mientras aparecían los créditos, tuve la sensación de que se trataba de una película distinta de la que recordaba. Supongo que a los 15 años lo que más me impactó, como a todos, fue ver al galés Anthony Hopkins convertido en un caníbal que escapa de prisión, mata a policías después de degustar algunas de sus extremidades y lanzar perturbadoras frases del tipo: “Una vez, un empadronador del censo intentó ponerme a prueba. Me comí su hígado con frijoles y un buen Chianti”. Hopkins interpretó con tal maestría a ese asesino sibarita que ganó un Óscar, el primero de su carrera, sin haber aparecido en pantalla más de dieciocho minutos.
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Vista hoy la cinta es, sobre todo, una historia sobre la violencia de género. O quizá siempre lo fue, pero recién ahora que el feminicidio se discute públicamente advertimos esa dimensión. Y recién ahora queda claro que el personaje central es Clarice Starling con toda su circunstancia: la muerte del padre policía a manos de un ladrón; la orfandad total a los 10 años; la huida de madrugada del rancho familiar; la estancia en una institución para menores; las tormentosas pesadillas donde oye el espantoso berrido de unos corderos; el bullying sexista sufrido en la escuela del FBI por parte de sus colegas varones; y la persecución detrás de Jame Gumb, ‘Buffalo Bill’, un criminal que, luego de matar mujeres despellejándolas, les esconde en la boca larvas de polilla. Si el sofisticado Hannibal Lecter es el artífice de la tensión en la película, la valiente señorita Starling es quien potencia el drama. Jodie Foster ganó su segundo Óscar por darle vida a esa joven policía que más adelante inspiraría a otros personajes, y que justamente en este 2021 ha sido devuelta a la ficción en una serie de CBS que lleva su nombre: Clarice.
Una diferencia notable entre la cinta de Jonathan Demme (también director de Philadelphia, fallecido en 2017) y la novela original, escrita por Thomas Harris en 1988, es el rol de Jame Gumb o ‘Buffalo Bill’. Mientras en el libro conocemos a detalle las carencias biográficas que podrían explicar su convicción de ser transexual y su fijación en las muchachas corpulentas, en la versión cinematográfica se nos priva de esa información. Sin embargo, el actor Ted Levine compuso un villano fascinante, tributario de Norman Bates, antecedente del Joker, que sin la sombra de Lecter habría sido más apreciado por el público. Es icónica la escena donde aparece travestido delante del espejo, pintándose los labios, diciendo “yo mismo me follaría a lo bestia, sin piedad”, y luego grabándose con una cámara de video, el sexo escondido entre las piernas, bailando Goodbye Horses (el one hit wonder de Q Lazzarus), con los brazos extendidos como alas de mariposa. Levine confesó en alguna entrevista que esa escena no figuraba en el guión y solo pudo improvisarla luego de tomarse dos tequilas seguidos.
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Muchas películas se vuelven de culto por pioneras, porque denunciaron fallas sociales que en su día no se problematizaban. Es el caso de El silencio de los inocentes. Más allá del pavor y el morbo que seguirá suscitando el sanguinario caníbal enrejado, hay temas de fondo –la agresión a la mujer, la sexualidad de las minorías, el empoderamiento femenino, la influencia del pasado– que justifican su vigencia tres décadas más tarde. Hoy es otra película. Una mejor. //