Pasada la primera vuelta electoral nos quedaron dos pésimos candidatos a la presidencia. Los dos encarnaban, a su manera, el radicalismo y la corrupción. En ambos se intuía una conducta autoritaria, así que, ganara quien ganara, era esperable una gestión plagada de equívocos.
Es intrascendente ahora especular con lo que habría hecho o dejado de hacer Keiko Fujimori, porque quien ganó las elecciones fue Pedro Castillo. Es él quien se ha convertido en un problema, y ya no solo porque ha cometido demasiados errores en corto tiempo, sino porque no ha sentido la menor necesidad de enmendarlos.
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El gran desacierto del mandatario ha sido malinterpretar los resultados de su triunfo. Quizá una victoria holgada podría haberle dado margen para actuar a sus anchas y aplicar su ideario sin moderarse, pero la ajustada diferencia que obtuvo (solo 44 mil votos) lo obliga a gobernar para el conjunto de peruanos, incluso para los millones que votaron contra él, no solo para los inscritos en Perú Libre, no solo para los que entran y salen de la casa de Breña.
El gabinete inaugural (cuya composición es siempre una declaración de principios ante la ciudadanía) debía transmitir algo del diálogo y la unión que el propio profesor cajamarquino demandó en su prudente discurso del 28 de julio. Muchas de sus convocatorias posteriores, sin embargo, van en sentido opuesto: polarizan, indignan, generan caos.
No se le reprocha a Castillo colocar en puestos clave a sus partidarios (todo gobernante se rodea de allegados), sino no detenerse a revisar los antecedentes calamitosos y la obscena falta de experiencia sectorial que muchos de ellos exhiben. O peor: elegirlos a sabiendas de su pasado.
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Se ha querido desarmar esta crítica con el falaz argumento de la “discriminación”, como si el enojo reinante solo correspondiera a cierta élite limeña. No es verdad; en regiones como Cusco y Arequipa, donde el lápiz obtuvo una votación contundente el 6 de junio, distintos colectivos de trabajadores y empresarios se han pronunciado contra el actual primer ministro, pues también lo consideran un factor de perturbación.
Lo que en el fondo se le pide a Castillo es nombrar funcionarios probos, si no intachables al menos sin denuncias en su haber, al margen de su origen, extracción social o ideología. ¿No es rodeándose de los mejores cuadros posibles la forma más inteligente de callar a quienes durante años han preconizado que la izquierda es incapaz de liderar un cambio en el país? Con su exasperante anomia frente a Cerrón, su provocadora apuesta por Bellido, su doble discurso respecto de la paridad y su actitud reticente con la prensa, Castillo no hace más que darles la razón a sus opositores más encarnizados.
¿Cuál es la salida para esta nueva crisis? ¿El Congreso debería darle estratégicamente la confianza al gabinete Bellido mientras prepara una vacancia presidencial? ¿O debería negársela, aun a riesgo de que el Ejecutivo proponga un segundo equipo ministerial igual de discutible y precipite sobre el Parlamento la sombra de una eventual disolución? ¿O es ‘mejor’ dejar que el gobierno se desgaste hasta la implosión, mientras los ministros son censurados uno por uno? ¿O quizá sea momento de que las fuerzas políticas se unan para ayudar o forzar a Castillo a corregir el pésimo rumbo que ha elegido? Lo único cierto es que la salida tiene que ser política, democrática, no militar. Un experto en códigos cuartelarios como el general y congresista Roberto Chiabra lo ha dicho esta semana: hace muchos años que las Fuerzas Armadas no admiten la figura del “golpe”.
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Los ciudadanos, por otro lado, no podemos ser meros espectadores pesimistas de este panorama. También tenemos un papel que jugar, y me refiero a todos, no solo a quienes apostaron por Perú Libre en las elecciones y ahora podrían sentirse defraudados. Aquellos que teníamos explícitas dudas respecto de Castillo (y de Fujimori), hoy no podemos quedarnos callados. Hay que denunciar lo que huele podrido y advertir cada nueva traición a las promesas de campaña. Allá quienes prefieran cruzarse de brazos, celebrando en silencio los desafortunados primeros pasos de este gobierno. Si la herida va a convertirse en gangrena, que no sea con nuestra complicidad. //