Una noche de diciembre de 1986. Estoy encerrado en mi dormitorio, bocabajo sobre la cama, escribiendo en un cuaderno espiral el balance del año. Durante décadas conservé ese cuaderno, pero una tarde lo eché a la basura junto con otros papeles antiguos al descubrir que estaban corroídos por la humedad y habitados por unos bichos largos, grisáceos, de patas veloces y antenas, que luego supe que se llamaban ‘pescaditos de plata’.
Pero aquella noche el cuaderno estaba casi nuevo y en él escribía, con una caligrafía ordenada que no he vuelto a tener, los hechos más saltantes del 86. Sucesos íntimos, quiero decir, porque cuando tienes 10 años no hay acontecimiento político nacional o desastre mundial que compita en importancia con los hallazgos preadolescentes y las preguntas que empiezan a alterar tu mundo e inquietar tu cuerpo. Al menos eso ocurrió conmigo.
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Ese año el Perú era una calamidad en todo sentido: violencia terrorista, crisis económica, desgobierno, descrédito internacional. Nada de eso, sin embargo, penetraba en la burbuja de mis rutinas, dominadas por programas de televisión, cómics del quiosco, revistas de fútbol, álbumes de cromos, juegos de evasión al lado de mi hermano, conversaciones con amigos a través de aparatos telefónicos que hoy bien podrían exhibirse en un museo.
Por eso en aquel cuaderno –que tal vez era mi diario pero que claramente no lo llamaba así, porque llevar un diario era visto como algo exclusivamente femenino– consigné una serie de asuntos pequeños, domésticos, quizá irrelevantes, alternados con dos eventos que me marcaron: el mundial de fútbol de México y el fin de la primaria.
El primero fue un hito por lo mucho que admiraba a Diego Maradona y porque viví el triunfo de Argentina sobre Alemania al lado de mi padre, con una emoción y un furor que no volvimos a sentir juntos. Lo de primaria, por otro lado, implicaba un cambio a gran escala. Me tocaba prepararme mentalmente para ir al colegio grande, donde la exigencia sería mayor y los castigos más severos. Además, la convivencia con chicos y chicas de secundaria se anunciaba tan prometedora como amenazante.
Irse de primaria significaba alejarse para siempre de las monjas norteamericanas y canadienses que nos habían enseñado Religión: sister Donald, sister Bernardette, sister María Roberto. Recuerdo que vestían de azul y celeste, usaban mocasines sigilosos y unos tocados anchos que recogían y ocultaban su cabellera. Al estar cubiertas por sus hábitos hasta los tobillos, los varones especulábamos con cómo lucirían desnudas. Una vez las vimos de civil en una actividad extracurricular y descubrimos que eran rubias, curvilíneas, y entonces varios empezamos a creer en Dios con insólita firmeza.
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También había que dejar atrás a la miss Lucía Schwartz, profesora de inglés de sexto. Tenía 33 años, el peinado de Jamie Lee Curtis y unas minifaldas que dejaban al descubierto sus piernas enfundadas en medias de nylon. Era imposible no seguirla con los ojos cada vez que caminaba por el salón o cuando se sentaba en el taburete y cruzaba las piernas como haría Sharon Stone recién seis años después en Bajos instintos. Ah, la miss Lucía, los ojos turquesas, la boca jaspeada por la suave estridencia del colorete, la voz ronca con que nos emplazaba: “Please, students, be quiet”. Un pedido infructuoso, claro está, pues no había forma de estarse quieto en su presencia.
Así recuerdo 1986. Año de finales, de expectativas, de amores imposibles. El año en que la infancia comenzó a fundirse inadvertidamente con la adolescencia. Y mientras el país luchaba por salir adelante, uno pugnaba por crecer, y se escondía para dejar sus vivencias por escrito en unas páginas llenas de candor que los insectos devorarían con puntual voracidad.