La más clara evidencia del incondicional afecto que el país le tiene a Gareca está en que el término de su contrato ha generado más indignación que su derrota ante Australia.
Y ese revés, legítimamente atribuible a una fallida dirección técnica, fue el que nos costó el mundial. En condiciones normales la clasificación mundialista debería ser el propósito de su puesto y sueldo, pero aquí es cuando entra a tallar la singularidad peruana. Nos hemos educado con honores en valorar otra clase de victoria, invisible para los eficientes y exitosos, pobre gente sin necesidad de fantasía. Hablamos del triunfo moral.
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Felizmente es así, porque nuestra historia está plagada de efemérides que a pesar del monumento y la avenida con nombre propio fueron derrotas. Sabemos sucumbir con honor y heroísmo, virtudes no muy frecuentes.
Lo que se le reconoce a Gareca es indiscutible. Y es en gran medida un tesoro moral. Gareca logró recuperó el romance entre la afición y su selección. Propició el resurgimiento del entusiasmo blanquirrojo, tanto entre generaciones que envejecieron en el fracaso como con los más jóvenes que no tuvieron que esperar 36 años para ser felices viendo a su equipo en el mayor campeonato del mundo.
Llevó a la práctica los beneficios de creer y otorgar segundas oportunidades. Y terceras y cuartas. Nos reveló que la falta de recursos en la cancha no era impedimento para otro tipo de conquistas líricas, como ese humo hermoso de ser la mejor hinchada del mundo.
Y lo más apreciado, con esta esperanza futbolera plagada de cálculos matemáticos, hizo digeribles los que deben haber sido los años más corruptos, deprimentes y mediocres de la república peruana. Ni el sexo logra eso.
Sin embargo, Gareca se fue y el futbol peruano sigue siendo lo que es: una ilusión disfuncional.
El cuadro empeora cuando sus dirigentes máximos tienen prontuario y una agenda clientelista ante la cual el deporte se subordina. Tal como lo acaba de demostrar el señor Lozano con su turbia maniobra para simular una negociación que ya estaba decidida: Gareca no podía seguir, Oblitas tampoco. La vinculación sentimental con la hinchada ponía en aprietos una estructura donde la prebenda pura y dura es lo que manda.
Tal vez la clave de esta conexión irrompible entre Gareca y la afición radique en una cualidad para saber interpretar nuestra exacta capacidad de arañar gloria: el nunca bien ponderado con las justas[1].
En la proverbial autoestima argentina, fuente de tango y leyenda, residía el puente para resolver la brecha entre la peruanidad y su medroso talante ante el triunfo. Un punto medio que hizo del con las justas una bandera triunfante y feliz.
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Al mundial de Rusia llegamos con las justas. El reclamo chileno entró con las justas. El arquero colombiano la tocó con las justas. Guerrero y Farfán acabaron con las justas[2]. Y volvimos a un mundial con las justas no para competir sino para participar. Para confirmar que en mundiales Perú siempre pierde ante el próximo campeón del mundo. Y fue suficiente.
Lo fue al menos para despertar tal agradecimiento a quién lideró ese retorno que ya no importó que no nos llevara al próximo. Por eso la partida de Gareca genera luto, orfandad y en algunos casos viudez.
Ahora, sin ese pararrayos de formas argentinas y adquirida melancolía peruana, la tormenta de la realidad se viene directa sobre nosotros. Agárrense. Esta vez viene con encubrimiento y obstrucción a la justicia.
[1] Que asu vez favorece el surgimiento de su mejor apéndice y acompañante, el ahí nomás.
[2] Hasta Lapadula llegó con las justas, jugándose los descuentos profesionales en un equipo de segunda.