Stephanie Cayo puede sentirse aliviada. La impulsiva furia peruana tiene un nuevo objeto de interés, el membrudo árbitro brasilero Anderson Daronco.
Ese gol fantasma en Montevideo será materia inmóvil de cientos de miles de almuerzos, borracheras y conversaciones de taxi de generaciones. Ya es mitología futbolística. Pero ahora urge digerirlo y superarlo. La vida continua y esta debería conducirnos a Qatar antes que a la hepatitis.
Para ello, nada mejor que esa mezcla de noble anhelo con misticismo vengador: el Cutismo [1].
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Hace algunas décadas los televisores eran gordos y aparatosos. Cajas enseñoreadas por la maravilla de sus fantásticas prestaciones eléctricas.
Eran considerados un miembro más de la familia. Su tiempo de vida era el de una mascota. Su servicial longevidad era premiada con prerrogativas afectivas generalmente vetadas a lo inanimado.
Algunas señoras de fina sensibilidad hacia los electrodomésticos les tejían ropitas. Eran pequeñas mantitas de lana que lograban el imposible de impregnarle ternura a un aparato eléctrico.
Esas vestimentas innecesarias tenían un propósito. Antes que proteger al dispositivo del frio era una demostración de agradecimiento tanto por acompañar benévolamente la soledad doméstica como por reunir a la familia frente a su luz incandescente. Como cuando jugaba la selección, por ejemplo.
Su inflamada bóveda posterior, necesaria para albergar los tubos catódicos requeridos para captar imágenes, tenía una consecuencia estructural: convertía la parte superior del televisor en una amplia repisa de uso múltiple.
Cuando jugaba la blanquirroja aquella repisa se transformaba en un altar. Era el umbral horizontal indicado para acceder a la ultima opción de triunfo o de una derrota honorable: se volvía el punto de encuentro con la gracia divina.
Desde el primer mundial de 1930 quedó claro y establecido que lo único que garantizaba la gitanería del futbol peruano eran noventa minutos de incertidumbre, sufrimiento y desesperación. Una situación así de ingobernable solo podía ser resuelta por una fuerza superior, inmortal y omnipotente.
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Dada la situación, la repisa del televisor convocaba una alineación alternativa: en el extremo donde estaba la portería peruana tapaba un escapulario del Señor de los Milagros. En la defensa se ubicaba sólida la imagen de Santa Rosa de Lima. El mediocampo estaba reservado para la lúcida sabrosura de San Martín de Porres. Y en la delantera, ratoneando con picardía, un Niño Dios de yeso se perfilaba hacia el arco rival.
Al acabar el primer tiempo esta escuadra se trasladaba al otro extremo del televisor, según reglamento FIFA.
Las pantallas planas acabaron con esta variante de la religiosidad futbolística. Pero nada pudieron hacer frente a la irregularidad constante del futbol nacional.
La angustia, la calculadora y el ajuste emocional permanente se hicieron escuela de dolor y forzada dependencia nostálgica. Hay que ir a triunfar al mundial, decía la canción. El problema era que no íbamos. Hasta que llegó Gareca.
Rota la maldición de los 36 años sin aparecer en los álbumes Panini el sufrimiento se diluyó, aunque nunca desapareció. Adquirió nuevas vinculaciones con el sistema nervioso. El último ingreso a ese catálogo emocional será el del musculoso árbitro Daronco no queriendo confirmar en pantalla el gol que debió ser.
Por ello el próximo martes y por los siglos de los siglos cada vez que una oncena nacional pise la cancha tocará sufrir arropados por la máxima acuñada por un sabio chinchano contemporáneo. Esta confirma que mientras la desilusión es pasajera, la esperanza no muere ni a palos:
- La fe es lo más lindo de la vida.
[1] Dícese de la ideología que se nutre del raciocinio y emotividad de Luis “Cuto” Guadalupe, portento de peruanidad chinchana.