Lunes 4 de octubre. 4:30 p.m. Estoy en el aeropuerto de Madrid esperando a mi madre. El avión que la trae desde Lima acaba de aterrizar y ahora coordino con ella por WhatsApp dónde encontrarnos. Viene en silla de ruedas, por eso estoy más ansioso y pendiente de lo normal. También porque a causa de la pandemia no la he visto en los últimos dos años. No quiero que falle nada. Me escribe comentando que la ayudarán a bajar una vez que el resto de pasajeros desocupe la nave. Varios minutos después me informa que en breve una furgoneta la llevará a recoger su equipaje. Todo marcha bien, pienso. Le pregunto si tiene a mano los documentos que debía imprimir para mostrar a los agentes de Migraciones. Me pone: “No hay necesidad”.
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De repente Internet deja de funcionar. Justo ahora, requinto. Maldigo la conexión del aeropuerto, mi plan de datos, a la compañía telefónica. Reinicio el teléfono y nada. Pasan los minutos y entiendo que se trata de un colapso global. Justo ahora, repito. Más tarde conoceré los detalles del apagón mundial de siete horas que afectó a Facebook y sus aplicaciones; por ahora solo me inquieta el paradero de mi madre y repaso una y otra vez su último mensaje: “No hay necesidad”.
Entonces pienso en esa palabra tan posmoderna. Necesidad. Y en las muchas carencias, la mayoría ilusorias, que las redes sociales generan y, enseguida, claro, prometen cubrir. Ahora mismo, por ejemplo, siento la urgencia de rastrear a mi madre, de saber exactamente en qué punto del terminal se encuentra, a cuántos metros de mi ubicación. No saberlo me lleva a contemplar la ridícula posibilidad de que se quede atrapada, dando infinitas vueltas por los pasillos de Barajas. Un escenario absurdo, además, considerando que en el pasado mi madre viajaba con frecuencia. Viajó mucho en una época donde no existían teléfonos inteligentes y la humanidad cruzaba fronteras y corregía sus extravíos usando mapas, brújulas o, en el peor de los casos, haciendo consultas, señas o gestos, entablando alguna forma de diálogo con los lugareños o con otros viajeros igual de desorientados. Me pregunto cuántas amistades o amores importantes surgieron de esas circunstancias inciertas pero emocionantes, de las que no hay mayor registro porque en esos años fotografiarse era la excepción, nunca la regla. Nadie se desesperaba por no recibir noticias de sus parientes o amigos viajeros, se asumía que tarde o temprano llamarían desde alguna casa o establecimiento, o seguro enviarían cartas o postales escritas a mano en cuyo dorso aparecía la imagen de una ciudad luminosa o un paisaje alucinante que uno, siendo niño, sospechaba que jamás llegaría a conocer. Los viajeros iban, volvían, corregían el rumbo, llegaban a su paradero y uno confiaba en esa inercia porque no había suficiente tecnología para cuestionarla. Sí, las cosas podían salir mal, pero nadie dudaba de que saldrían bien.
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Recuerdo que cuando tocaba ir a al Jorge Chávez a dejar a alguien, podías incluso verlo abordar y seguir con la mirada el despegue y los segundos iniciales del vuelo hasta que el avión se escondía entre las nubes. Y cuando regresaba, tocaba armarse de paciencia hasta que por fin el viajero aparecía y se desataba la celebración. Las despedidas y reencuentros solían ser intensos, conmovedores, pues no mediaba entre ellos un chat, una videollamada, un solo mensaje de voz que atenuara la distancia. La gente se extrañaba de verdad, la nostalgia existía.
El último wasap de mi madre, “No hay necesidad”, me sirve de respuesta a mis angustias de adicto privado de su droga. En efecto, concluyo, no hay necesidad de preocuparse tanto; ni de mirar el reloj cada dos minutos; ni de hundir el rostro en el aparato privándome de las demasiadas cosas que suceden a este lado de la pantalla, el lado de la realidad. Muchas veces las redes creadas para facilitarte la vida, te la usurpan.
En esas divagaciones ando cuando de repente se abre la puerta de Llegadas y ahí está ella. Un hombre con chaleco empuja su silla de ruedas. La veo venir: el pelo por primera vez plateado y corto, los ojos vivaces, la sonrisa intacta debajo de la mascarilla. Ha llegado mi madre. Al diablo el apagón. //