La casa de mi madre está en venta. Tiene las horas contadas. No pasará mucho tiempo antes de que una constructora la derribe para convertirla en edificio multifamiliar, uno más en esta ciudad donde las casas pareciera que han empezado a estorbar.
De visita en Lima, me alojé por unos días allí y pasé a ocupar el que solía ser mi cuarto tantos años atrás. En realidad, fue mi primera habitación propia después de haber pasado la primera década de mi existencia compartiendo dependencias con mi hermana mayor, una convivencia al inicio amistosa que fue tornándose tensa, y cuyos últimos altercados, por causa del intenso fuego cruzado de juguetes sólidos que traían de por medio, rozaban la tentación del fratricidio.
Con el milagro de la mudanza a una casa grande, cada uno tomó posesión de sus nuevos dominios y volvió la paz. Cuando tienes diez años, un dormitorio personal con baño incluido es un departamento. Así lo veía yo: un loft alfombrado, con un gran ventanal, un clóset espacioso y una ducha de dos puertas que prometía unos faraónicos baños de agua caliente. El anhelado sueño del cuarto propio donde pasearse calato se hizo tempranamente realidad. Más adelante llegaría una serie de desgracias que nos obligaría a mudarnos, apiñarnos y extrañar la gran casa de los muchos dormitorios, pero en ese primer momento recibí la noticia de la habitación con inmenso jubilo. Lo primero que hice –después de acomodar la ropa y los zapatos siguiendo los protocolos militares establecidos por mi padre– fue decorarlo, hacerlo mío, dotarlo de mi personalidad. En ese entonces yo era un intransigente devoto del fútbol nacional y extranjero y pasé varias mañanas llenando las paredes con portadas de revistas como El Gráfico, Don Balón, Copa y Ovación. Arranchaba las hojas y las untaba con engrudo hasta tener un irrompible collage en el que Zico, Platiní, Sepp Maier y Maradona se alternaban con los créditos locales ‘Chochera’ Castillo, Fidel Suárez y el ‘Chivo’ Neyra.
También allí tuve mi primera biblioteca, adolecente, dispersa, hecha en realidad de libros que tomaba ‘prestados’ de aquí y allá, y que daba cabida a autores tan variopintos como el francés Alfonso Daudet, el alemán Hermann Hesse y el peruano José Rosiano Holder, escribidor que firmaba sus novelas como Yosip Ibrahim y que se hizo mundialmente conocido por su infame tratado de ufología Yo visité Ganímedes.
En ese cuarto –donde los adornos y demás objetos inanimados siempre se las ingeniaban para delatar mi estado de ánimo– me encerré, entre los diez y los veinte años, para hacer todas las cosas que hacen los chicos de esa edad cuando se encierran. Es curioso: pasado el tiempo, mi sobrina heredaría esa pieza y luego la ocuparía mi hermano menor, pero inclusive en esos períodos, por alguna razón, por esos inexplicables usos familiares, todos se referían a ella como “el cuarto de Renato”. De hecho lo siguen haciendo, pese a que vivo en otro país.
En estos días, aprovechando que la habitación carece de dueño estable (igual que la mayoría de estancias en esa casa donde mi madre vive sola, acompañada de un perro cada día más viejo y enojado), decidí instalarme allí. Al inicio fue por puro pragmatismo, pero poco a poco fui sintiendo como si comenzara a tener una larga conversación con una parte de mí mismo presuntamente extinguida. El dormitorio, claro, ha cambiado tanto como su antiguo dueño. Ya no tiene alfombra, su decorado ha desaparecido y, aunque el ventanal se mantiene intacto, pareciera que deja entrar menos luz. El dueño, por su parte, es ahora un señor de cuarenta que pronto será padre. El reencuentro ha consistido en una armónica sucesión de silencios y conexiones visuales con la infancia y la adolescencia. Casi una tácita ceremonia de despedida.
Es muy probable que en mi próxima visita a Lima el cuarto y la casa hayan desaparecido, y con ellos quizá también esos trozos del pasado que son como muebles invisibles: no se ven, no están, pero ocupan espacio.
Esta columna fue publicada el 05 de agosto del 2017 en la revista Somos.