La verdad, o su búsqueda, ha dejado de ser un asunto de reflexión filosófica y ha pasado a ser una herramienta narrativa. Su abordaje es práctico, pero simplón: la mejor comunicación es la que impone un discurso; la guerra, en cuanto a política exterior, la gana quien persuade a la comunidad internacional con su propaganda; el juicio, a la manera norteamericana, es una subasta de dos historias en busca del favor de un jurado; o si se quiere, un gobierno es bueno si podemos convencer a los ciudadanos de que lo es. Desarrollemos los ejemplos.
En la estupenda miniserie La escalera (HBO), la esposa de un escritor aparece muerta en la casa familiar: el marido sostiene que fue un accidente; la policía, que él la asesinó. Las pruebas son insuficientes: la autopsia forense y las reconstrucciones fiscales poseen lagunas.
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El testimonio del acusado también: incoherencias, mentiras y olvidos le restan credibilidad. La tensión dramática se crea a través de la contraposición de estos dos relatos que van solapándose.
La ciencia no avanzó tanto: confirmar que un hecho fue exactamente como alguien dice que fue, contra lo que predicó CSI durante años, es una técnica tan ajena como los viajes en el tiempo.
Lo vemos con mayor espectáculo en el juicio de Johnny Depp contra Amber Heard. Quienes han visto las transmisiones en vivo aprecian no solo el despliegue de intimidades de una pareja tóxica, sino el procedimiento procesal para desarmar la narrativa ajena y sustentar la propia. Hay un sinceramiento en ello: no te prometo un relato verídico, pero sí convincente. La verosimilitud va por encima de la veracidad, aunque esta solo se puede construir con fragmentos de aquella, como en el cuento de Akutagawa. En un marco mayor, lo mismo, supernarrativas en conflicto: el #MeToo ordena creerle a ella; la reacción, lo opuesto: “Las mujeres también mienten”. Los exesposos han dejado de ser personas y ahora son arquetipos, medios para demostrar otros fines, a tal punto que la causa que motivó el show penal se ve trivial: si en efecto Depp perdió el rol de Jack Sparrow por culpa de un artículo escrito por Heard.
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De manera más dramática, la invasión de Rusia a Ucrania ha mostrado una sospechosa uniformidad en la zona de influencia de Occidente alrededor de una situación histórica y geopolítica complicada. No sorprende que no exista contraste narrativo, sino la naturalidad con la que hemos aceptado una guerra con buenos y malos, grandes y pequeños, demócratas y tiranos. ¿La máquina de propaganda rusa, que tan buenos resultados obtuvo en su fase soviética, se ha quedado sin storytelling? No debemos dejar de condenar la invasión, un apocalipsis evitable, pero sí podemos buscar los matices de un horror que parece no tenerlos.
El gobierno de Pedro Castillo es el caso final: no estamos ante divergencia ni uniformidad, sino ante ausencia. Diez meses de polarización nos han devuelto a una condición acomunicativa en la que no hay estrategia que aplicar, ni narrativa que imponer, ni discurso que adoctrinar; solo una historia coja y una metáfora incomprendida: un pollo que está vivo y muerto a la vez. Como el país, digamos. //