Jorge Zavala puede tener 75 años, pero baja como un cangrejo por los riscos y peñas de Cerro Azul y Los Lobos hasta llegar a una negra cornisa que ya tiene las huellas de su escueta humanidad. Sin pensar en nada, como un guanay inmune al abismo, no se marea con las aguas que se agitan allá abajo.
Prepara el anzuelo, lanza el cordel y no demora mucho hasta que siente un jalón.
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Y es que ahí viven las chitas, esos peces que buscan y picotean los mariscos aferrados a las rocas y que, debido a ese alimento exquisito, tienen una carne blanca y sabrosa que los paladares exigentes reclaman.
Jorge es un hombre de las peñas como lo fueron sus ancestros. De joven, se descolgaba con sogas hasta llegar a los remolinos donde viven los mariscos más gordos y pican las chitas más orondas.
Por supuesto que ha tenido caídas y resbalones. Sabe lo que es rodar hacia el mar desgarrado por el filo de los peñascos y sobrevivir sin ahogarse en la desesperación. Sabe que su trabajo merece un precio justo porque lleva implícitos en su pesca años de experiencia y el sabor puro, incomparable de su valentía.
Él es uno de los 120 pescadores agrupados en la Asociación de Pescadores Cordeleros Artesanales de Cerro Azul (Aspica), presidida por el también pescador Alberto Barraza, una agremiación fundada en 1985 que incluye también a mujeres pescadoras y a las viudas que perdieron a sus parejas en el intento de llevar el noble alimento a las mesas peruanas.
Esta institución no solo vela por la seguridad de sus miembros; últimamente ha tomado un perfil conservacionista, pues es evidente que varias especies, sobre todo la chita, ya no abundan como antes. Su captura demanda más horas de trabajo y la causa está en otros métodos de pesca que dañan el lecho marino, así como el aumento de operaciones industriales que contaminan el mar.
La chita es un pez que habita desde Ecuador hasta el norte de Chile pero que principalmente se lo encuentra en el mar peruano. Los restaurantes prefieren a esta especie por su carne abundante y un sabor que se ha convertido en un lujo en estos tiempos en que algunos negocios inescrupulosos están haciendo pasar tilapia por chita sin advertir al cliente del cambiazo.
Los pescadores artesanales de Cerro Azul reclaman un ordenamiento pesquero con el propósito de que las preciosas especies de peña sobrevivan y podamos disfrutar por muchas generaciones más de esta maravilla de alimento.
No hay espectáculo más hermoso que una chita crocante y frita hasta los huesitos, aterrizando como una sirena salvaje al centro de la mesa. Y Cerro Azul siempre ha sido uno de los mejores lugares para saborear este manjar debido a que la legendaria caleta cañetana está incrustada en medio de salvajes peñascales, que incluso albergan restos arqueológicos como El Huarco, cuyos muros de piedra prehispánica, vistas desde el mar, recuerdan a las murallas cusqueñas. Una mujer conocedora como Alicia Sánchez Carlessi, dueña del Cerro Azul Apart Hotel, se imagina cómo pudo haber sido esa especie de fortaleza y templo si no la hubieran usado como cantera para construir iglesias y otras edificaciones en los tiempos de la colonia.
En esta parte de la historia, hay que mencionar la ardua labor de William Alegría Quispe, un asesor gastronómico que ha trabajado junto a Gastón Acurio y que durante la cuarentena por la pandemia del coronavirus se quedó varado en playa Los Lobos, vecina de Cerro Azul. Es ahí donde conoce personalmente las actividades de los valientes pescadores de peña, los acompaña en sus jornadas y decide abrir un proyecto personal llamado La Chitería, donde apoya a los cordeleros que tienen un trato limpio y ecológico con el mar.
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Dicho espacio, que se encuentra en Waze y otras aplicaciones de navegación, se ha convertido en el ‘point’ favorito de los que aprecian la pesca con cordel, esa que permite que el pescado llegue al plato sin las magulladuras de otros métodos de extracción.
William apoya la idea de convertir estas zonas de pesca en áreas protegidas y en impulsar el reconocimiento de un precio justo para los productos de los pescadores.
“Esta zona debe convertirse en un criadero de chitas. Sería triste que se acabe con una especie que ahora es el sustento de muchas familias de pescadores”, dice Alegría, quien también promueve otras especies desde su local sin paredes en plena carretera.
Jorge Zavala, el pescador de 75 años, ya no se arriesga en los peñascos más escondidos. Igual, las chitas pican desde el borde de los cerros cortados por el mar. Cuando se ha vivido toda la vida frente a la dulzura de la brisa, dejar esta paz se hace inconcebible. //