He tratado de recordar cuándo estuve en peligro por última vez. He sido asaltada muchas veces, con varios niveles de agresividad, y un día por poco y acabo en una zanja de veinte metros de profundidad, dentro del auto que yo manejaba (me estrellé contra un muro segundos antes). Pero quizá lo que viví hace unos días fue lo más cerca que estuve de que algo malo me pasara. Y al mismo tiempo, fue uno de los mejores días.
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Decidí coger el auto e irme a Chaclacayo a recoger unas cosas que necesitaría en los días de cuarentena en Lima. Eran casi las cinco de la tarde, 48 horas antes de que empiece el confinamiento obligatorio. Así que toda la ciudad se había volcado a las calles a hacer en un par de tardes todo lo que tenía planeado hacer en las próximas dos semanas. Como si nos hubiéramos enterado de que, finalmente, el meteorito caerá sobre nuestras cabezas a las 00 horas del domingo 31 de enero, y entonces había que vivir nuestros últimos instantes haciendo lo que sea, en la calle, todos a la vez, por supuesto.
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El mapa del teléfono me desvió por una ruta supuestamente menos congestionada, y fue tarde cuando me di cuenta de que las calles no me parecían conocidas. El tráfico estaba pesado y de pronto el teléfono advirtió de una retención de 15 minutos por obras en el camino. Los autos y camiones dejaron de avanzar. Quince, treinta, cuarenta y cinco minutos detenidos. Los motores se iban apagando. Los conductores al principio bajaban a estirar las piernas o los brazos, otros a tratar de indagar sobre lo que podía estar pasando adelante, un horizonte que nadie alcanzaba a divisar. Se estaba yendo la luz del cielo. Al inicio no me alarmé: “llegaré a las 7pm”, calculaba. Al rato ya me parecía que podría estar llegando a Chaclacayo hacia las 8pm. No recordé el toque de queda de las 9pm. Empecé a ponerme nerviosa. Hacía calor, pero no quería abrir las ventanas. Me han asaltado demasiadas veces. Cogí mi billetera, saqué el DNI, la tarjeta y 200 soles y los escondí dentro de mi ropa interior. No quería encender el aire acondicionado, pensé que quizá el motor se recalentaría o la gasolina se iría más rápido. Sentí temor de que se me notara nerviosa y sola.
Había un grifo a 10 metros a mi derecha, pero entre este y mi auto tenía tres filas de camiones y buses interprovinciales… No podía avanzar, ni retroceder. Estaba atrapada. Una extraña claustrofobia me invadió. “Si tengo que pasar la noche aquí, mejor que sea en el grifo, tengo que llegar al grifo”, dije. La siguiente vez que los conductores se bajaron de sus autos, ya estaban con otro ánimo. “Se están poniendo sabrosos”, escuché decir a un joven que venía caminando desde el fondo. Empezó a latirme muy fuerte el corazón, se me hacía difícil controlar la respiración. Yo quería estar calmada. Miraba a todos lados, miraba los rostros, tratando de saber si alguien me ayudaría si algo me pasaba. Todos miraban al vacío, como si esto lo vivieran a diario.
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La señal de internet se me fue. Pude enviarle a Luis Jaime un mensaje: “No me quiero asustar pero no sé qué hacer. No le digas a los chicos, por favor”. Un señor, varios carros adelante, bajó con un bebito en brazos. Lo mecía, lo calmaba. Eso, por alguna razón, me tranquilizó. Se iba oscureciendo, bajé y busqué el cargador del teléfono en la maletera. Cerré el auto y caminé un poco hacia el grifo, quería calcular cómo hacer para llegar en carro hasta allí. Varios trailers gigantes se interponían de manera transversal, tendría que saltarlos por encima. Estaban tan pegados que aun si hubiesen querido, no podrían moverse para dejarme cruzar.
De pronto, algunos carros de atrás empezaron a organizarse para retroceder, era mi oportunidad. Aun así quedaba el obstáculo de los trailers. Fue en ese momento que una señora, dentro de su camioneta, me hizo un gesto que lo sentí de complicidad. Estoy segura de que sintió lo mismo que yo, un repentino alivio por no ser la única mujer en ese lugar desconocido, que empezaba a asomarse tenso, oscuro y sin salida. Me dijo “Sígueme, tenemos que salir de aquí”. Estaba con un jovencito, quizá su hijo. Ella parecía bordear los 68 o 70 años. Era menuda, se bajaba y trataba de convencer a los camioneros: “muévase para acá, así podremos pasar”. Ellos la miraban con desdén desde su altísimo asiento. Dudé: ¿cómo voy a hacerle caso a una persona que no conozco? Le pregunté si sabía cómo salir, me dijo que no tenía idea, pero que no podíamos quedarnos ahí. Pensé lo peor: acabaríamos en una calle sin salida y todo por hacerle caso.
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De centímetro en centímetro, avanzando y retrocediendo el auto, pude entrar al grifo. La señora me siguió. Aún no teníamos señal de internet, no sabíamos a dónde ir. Preguntamos, algunos hombres nos dieron indicaciones a los gritos. La mujer volvió a decirme: “sígueme”. Así que me entregué. Cruzamos varias calles solitarias, luego vimos mucha gente y finalmente autos que sí se movían, un tráfico aceptable, quizá el mejor tráfico de mi vida, los autos avanzaban. Cuando perdía de vista la camioneta de la señora, ella encendía sus luces intermitentes, no permitió nunca que yo me despistara. No se alejó, me cuidó todo lo que pudo. Lo hizo varias veces. Incluso bajaba la velocidad, se ponía un poco a la derecha, ahí estaría para que yo la viera. Me guió hasta la Javier Prado y nos pudimos despedir a lo lejos, abrimos las ventanas, sacamos las manos, le envié un beso volado y desapareció. No pudo ver que yo estaba llorando.
En el camino me pregunté cómo se llamaría. Solo supe que en su maletera llevaba varias bolsas grandes de ropa para donar a algún barrio, camino a Huachipa. Volvió a su casa, no pudo donarlas ese día, seguramente volverá a intentarlo. Le tomé una fotografía a su camioneta con la idea de buscar sus datos por el número de la placa. Va a sonar extraño: se llama Silvia (como mi primer nombre), nació en mayo, como yo, pero de 1955, es natural de La Libertad, la tierra de mi familia paterna. Hay gente que nos marca la vida aunque nunca les hayamos podido preguntar nada. Solo me quedo con una palabra suya, “sígueme”.
Te seguí, Silvia Bejarano. Gracias, donde estés.