Jaime Bedoya Anders es el tercer Jaime en un linaje cuyo blasón reposa antes en el afecto que en la fortuna. Su nombre está marcado por una ambivalente condición que acompaña universalmente a los Jaimes toda su vida, que en su caso espero sea longeva, querida y bien vivida: hasta el final de sus días lo llamarán Jaimito.
Ahora es niño y el Jaimito le viene a pelo. El diminutivo resume con justicia la combinación de precocidad, travesura permanente e inocente pedantería que le adornan. Esta combinación se da en virtud de ser el hijo del medio, la autoproclamada viga maestra, y en su naturaleza de nativo digital. Posee una habilidad congénita para navegar entre lo digital y lo tecnológico sin necesidad de manuales, recurso anacrónico que nos hacía astutos frente a una máquina.
MIRA TAMBIÉN: ‘Cojudigno’, un neologismo en coyuntura, por Jaime Bedoya
Con Jaimito se han dado conversaciones importantes, acordes a su edad. Pero tocó ahora una trascendental e inesperada. Una íntimamente relacionada al haber él crecido conmigo y yo envejecido con él.
Buena parte de ese tiempo juntos transcurrió frente a una pantalla viendo proezas futbolísticas que luego pretendíamos emular en un parque mágico de La Aurora: cada vez que se perdía una pelota aparecían dos.
Esas proezas son las que le veíamos hacer a Messi en el Barcelona.
Cuando el nació yo ya era hincha del Barca. Años atrás ya había perdido el interés por equipos nacionales, salvo por su rociado y esperpéntico anecdotario. Las ilusiones se atrincheraron, usualmente en vano, en la incierta gloria de nuestra selección nacional.
Esa admiración se selló al conocer Barcelona, una ciudad que era Messi y que Messi era ella, y que ahora enfrenta el extraño dilema de volver a ser.
COMPARTE: Lo que oyen los perros, por Jaime Bedoya
Una tarde vi a Messi anotar cuatro goles en el Camp Nou. El estadio coreaba su nombre como un mantra. Eso no era ir al futbol. Era ir a misa. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.
A Jaimito le traje las bufandas blaugranas, la 10 del capitán, el muñequito de Messi que nunca se pondrá la camiseta del PSG. Si bien se le iluminaba la cara boquiabierta cuando el narrador empezaba a anticipar ¡Messi, Messi, Messi! en el preámbulo de otro gol de pintura, siempre era sospechosamente comedido en su entusiasmo. La raigambre germánica materna lo hacía inclinarse hacia la implacable eficiencia de la Bundesliga. Messi, finalmente, era humano. Humano y argentino, como el tango.
Esta vez la conversación con Jaimito supuso un punto de quiebre. Por vez primera era el padre quien pedía el concejo. El asunto era banal, pero en tiempos en que la gente muere como pájaros y el país discurre en sostenida caída libre, son los momentos menores los que ganarán inmortalidad. Es la fibra con la que se teje la vida.
MIRA: Trumplandia o cómo vivir en un mundo paralelo, por Jaime Bedoya
Empezó con una pregunta: ¿Qué hacemos con Messi? ¿Me hago hincha del PSG? ¿O me quedo en el Barcelona? Le volví a referir la gloriosa historia del club, la legendaria nocturnidad catalana del Cholo Sotil en su Ferrari, la elegancia cerebral de Cruyff. Le refrendé la promesa de llevarlo algún día para pasear por las Ramblas, comer en La Boquería y, replanteando, aunque sea pisar la cancha sobre la que hizo los goles que nos unió en asombro.
Del otro lado, París: ciudad luz, ciudad de ciudades que enferma turistas y se mete en las venas. Ahora aún más iluminada, si esto fuera posible, por la conjunción de Messi, Neymar y Mbappe, que si no es tonto se queda a hacer historia. ¿Qué hacemos con Messi, Jaimito?
El escuchó la perorata atentamente. Tras breve silencio respondió con una frialdad insolente:
- Hazte hincha del Bayern.
Los mocosos de hoy ya no tienen valores.