Siguiendo una trocha escondida en el barrio de Querocancha (Urubamba, Cusco), llegamos a un portón con un gran arcoíris. Los niños nos abrazan como si nos conociéramos de toda la vida y de la mano nos llevan a conocer sus salones: Los Pumas, Los Osos de Anteojos, Los Colibríes. En el camino, rodeados de un inmenso bosque, ellos van encontrando y nombrando flores. Sus características y propiedades las conocen por curiosidad propia, pero también porque el año pasado los chicos de tercer grado hicieron sus propias recetas de plantas medicinales, que incluso convirtieron en un libro, Santina Wasi, somos niños medicina.
“Yo preparé una frotación para golpes, a base de la planta silvestre chupasangre. La colocas en una olla con seis cucharadas de vaselina. Luego dejas enfriar por una noche. Cuando tienes un moretón, ahí te echas”, explica Gildo Peña, herbolario a sus 11 años. “Describimos las plantas en nuestro cuaderno: recogimos flores, las hicimos secar y escribimos dónde crece, para qué sirve, qué tipo de hoja es. Cuando me dio dolor de barriga, usé té de malba”, interviene Shiomara Handa, con vocecita dulce y empoderada.
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Otros salones hicieron un canal de YouTube para incentivar el turismo (muchos padres trabajaban en el sector y habían perdido el empleo, por la pandemia); otros llegaron a hacer un libro con recetas para combatir la anemia, pues algunos de sus compañeros eran anémicos. Los chicos de quinto y sexto identificaron que muchos niños de la comunidad se sentían solos, y propusieron hacer un programa de radio para acompañarlos (se grabaron 27 episodios que se transmitían por Facebook).
En otros grados pudieron saber lo que era tener un pequeño emprendimiento, y vendieron abono natural, huevos de gallina de corral y fabricaron ecoladrillos. Ronaldo Chávez, 11 años, me toma de la mano y caminamos juntos. “Yo estuve en el emprendimiento de manualidades. Hice carritos de cartón, es fácil. Los vendí, gané dinero para apoyar a mi mamá”.
Veinte años atrás, la filántropa holandesa Helena van Engelen levantó aquí un albergue para 18 menores huérfanos. Hoy es una escuela privada (inscrita en el Ministerio de Educación el 2010), de niveles inicial y primaria, donde 250 niños –en situación de vulnerabilidad– son protagonistas de su propio aprendizaje. Bajo la metodología Steam, crecen con su entorno. Las ciencias, las artes o las matemáticas las aprenden a través de proyectos que tienen que ver con sus propias realidades.
Además de ello, los chicos reciben atención médica integral y nutricional, de forma gratuita. Cada niño tiene su individual diferenciado al momento de almorzar: el verde cuando están sanitos; el rojo si hay algún diagnóstico de anemia; el amarillo, si hay algún nivel de desnutrición; y el naranja, para casos de obesidad.
“De acuerdo con eso les preparan el almuerzo”, explica Karen Atausinche, 26 años, encargada de Proyectos de la fundación. “Les enseñan algo bien importante: la disciplina positiva, a controlar sus emociones. Yo, conociendo la realidad de Urubamba, sé que este espacio es grandioso. Aquí se olvidan de lo que pasa afuera”.
Pero todo lo que les rodea en este hermoso colegio, de aulas como pequeñas casitas, se acaba cuando culminan su primaria. “Es un choque, es como salir de una burbuja, por eso les hacemos seguimiento a la mayoría. Vemos en qué colegios están, cómo les está yendo, si se han salido, si han empezado a trabajar, muchos lo hacen por su misma situación económica o porque empiezan a formar familia muy jóvenes. Para el 2023 nuestra meta es tener nuestra secundaria. Todo nuestro esfuerzo está en eso. Nos falta más presupuesto”.
Al final del recorrido, Shiomara, Gildo, Ronaldo, Lucas y Milka nos llevan de la mano a su lugar favorito: la biblioteca que ellos mismos bautizaron como “El castillo de los libros”, con un árbol y cojines donde se echan a leer. Luego, con la misma energía, nos muestran la cúpula, el lugar donde hacen música y meditación, rodeados de un maravilloso mural pintado por el artista holandés Gam Klutier.
Que este paraíso no se les acabe. //
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