Existe un extraño balance de sinsabores y victorias en el Ricardo Gareca futbolista. Un pesimista podría resumir su carrera en términos negativos: no fue ídolo de Boca ni River y como delantero del América de Cali perdió tres finales de Copa Libertadores. Un optimista lo vería distinto: con los xeneizes tuvo un récord de casi medio gol por partido y con los caleños alzó dos torneos nacionales. Como entrenador, la cal y la arena se alternaron de nuevo: triunfó dirigiendo a su Vélez querido y también a la ‘U’; pero fracasó rotundamente con Palmeiras.
Es probable que el conocimiento futbolístico y la madurez emocional requeridas para clasificar a Perú luego de 36 años hayan nacido de esos vaivenes, que se deben agradecer. Así como de la necesidad de sacarse una espina personal: el ‘Flaco’ no formó parte de la convocatoria de Menotti a España 82 ni de la de Bilardo a México 86; esta última con el agravante de que él convirtió el gol que clasificó a Argentina y condenó a Perú a la sequía mundialista. Una visión mágica querrá ver en la clasificación a Rusia el fin de una maldición compartida. Un pragmático se fijará en el trabajo. Hagamos caso al último.
Con Perú, Gareca consolidó un grupo con una columna vertebral sólida, inició la renovación generacional sin atender el glamour ni el apellido, amplió la base de convocados y la nutrió sin importar la procedencia del talento, convirtió a la selección en un conjunto competitivo que no perdió en un año entero, logró ganar puntos fuera –una tarea siempre postergada para la blanquirroja–, aprovechó la fortuna cuando esta se presentó sin avisar (TAS), administró los egos y las polémicas con suficiencia y calma (micromanagement) y, por si fuera poco, reconcilió a la selección con el hincha a través de un sentimiento que se parece mucho al amor.
En términos tácticos, su logro es específico: convirtió a un equipo repentista e inseguro, al que le acomplejaba ser defensivo (recuérdese la bulla alrededor del ‘ratoneo’) y que era atolondrado cuando atacaba (‘los cuatro fantásticos’), en uno reactivo y dinámico, lo que le permitió aprovechar el buen pie del peruano en el mediocampo. Para ello logró que los once, los veintitrés, entiendan un aspecto clave del fútbol moderno: las transiciones. Ello significa saber replegarse y desplegarse; hacer presión alta cuando se pierde la bola y contraataques rápidos cuando se recupera. También, aguantar.
Esta historia tiene final feliz: Gareca va al Mundial con Perú y Perú, en Rusia, sabrá a qué juega. Ello no nos hace favoritos, pero sí nos hace bravos. Bravos como un Tigre.