RALPH ZAPATA RUIZ

Cusco. El día es perfecto. El sol, el cielo sin nubes, los campos verde amarillos, el aire fresco. Con un grupo de aventureros surcamos los caminos sinuosos y polvorientos del Valle Sagrado de los Incas a bordo de cuatrimotos. El aire rozando nuestras caras nos produce paz.

Hemos salido en cuatrimoto desde Cruzpata, un pueblito cusqueño de casas de barro y techos de tejas, ubicado en Chinchero. Primero ensayamos algunos minutos para familiarizarnos con estos vehículos.

Desde Cruzpata hemos partido hacia el complejo inca de Cheqoq, en el distrito de Maras. Allí nos detenemos para observar algunos graneros. Al frente, el nevado Chicón se ve resplandeciente. Wilson Hancco, nuestro guía, nos dice que el nevado nos acompañará todo el trayecto. Avanzamos despacio, a 50 kilómetros por hora, por caminos irregulares. En una curva nos cruzamos con unos ciclistas extranjeros que nos saludan con un gesto.

Más allá vemos a pastores con sus rebaños de ovejas, señores arreando sus vacas, campesinas arando la tierra. El Chicón nos guía desde el horizonte.

Después de media hora, llegamos a Maras, y diez minutos más tarde al complejo arquitectónico de Moray, famoso por sus andenes circulares. Hancco nos pide que cojamos una piedra, mientras nos explica el valor de este centro arqueológico.

Nos dice que hay varias teorías pero la que él cuenta sostiene que se trató de un laboratorio agrícola.

“Los incas hicieron estos andenes para sembrar varias especies porque cada andén tiene un microclima. Así, en las partes altas sembraron variedades de papa y chuño y más abajo otros productos”, cuenta el guía.

Luego de las fotos respectivas, ascendemos hacia la superficie. “¿Su piedra?”, nos interroga. Se la mostramos. “Era para esto”, dice y señala un cúmulo de rocas organizadas en forma trapezoidal, a la salida del complejo. “Se llama pago a la tierra. Todos los viajeros deben juntar sus piedras y dejarlas aquí como una forma de agradecimiento a la tierra”, nos señala y luego agrega: “Pidan un deseo. Háganlo con fe. Se les cumplirá”.

El sol del mediodía se intensifica. De repente observamos una cancha en forma de andenes, llena de sal que brilla a lo lejos. Es la mina de sal de Maras.

Hancco nos dice que el origen de la mina es más antiguo que el de los incas. Estos conquistaron a los pueblos que ya extraían sal de aquí. Se trata de cinco mil pozas de sal de unos cinco metros cuadrados cada uno. El agua proviene de un manantial salado que desemboca en las pozas. Estas se evaporan con el sol y la sal brota.

Los pobladores de Maras son quienes extraen esta sal que después venden en los supermercados del Cusco. Después de comprar la sal rosada de Maras, cogemos nuestras cuatrimotos y regresamos. Hay que apurarnos porque la noche no perdona.

El nevado Chicón se despide de nosotros cuando llegamos a Cruzpata. El viaje de regreso lo haremos en auto, pero la sensación de libertad que otorga la cuatrimoto nos acompañará el resto de nuestro periplo.