Una extraña mutación podría ser la clave para encontrar nuevos tratamientos para el dolor crónico.
Una extraña mutación podría ser la clave para encontrar nuevos tratamientos para el dolor crónico.

Por: Juan Luis Nugent 
Genes del dolor

En un sentido estrictamente literal, Jo Cameron es una de las personas más indolentes del mundo. Esta mujer escocesa de 71 años ha desconcertado y fascinado por igual a la comunidad médica debido a la sorprendente tolerancia al dolor que tiene, la velocidad con la que sana de diversas heridas y dolencias y su impavidez frente a situaciones de pánico o miedo.

El origen de tan inusual condición está, tal como los cómics y la ciencia ficción nos lo han enseñado, en una mutación genética. Dos, para ser más exactos, según pudo hallar un equipo de genetistas de la University College of London. Ambas mutaciones, coincidentemente, apuntan a la misma dirección: suprimir aquellos químicos y secuencias genéticas que regulan mecanismos de dolor en el cuerpo. La clave está en un químico llamado anandamida, que es crucial en la regulación del dolor, el estado de ánimo y la memoria, explica un artículo de The Guardian. Carol produce el doble de anandamida que una persona normal.

La investigación sobre las mutaciones genéticas de Cameron, quien hasta los 65 años no pensó que había nada particularmente extraordinario en su condición, fueron publicadas en el British Journal of Anaesthesia. Aunque suene ideal, llevar una vida privados de la sensación del dolor tampoco es tan sencillo. Sin dolor moriríamos o pondríamos en riesgo nuestras vidas con tanta facilidad que nuestra expectativa de vida como especie se reduciría considerablemente. Necesitamos del dolor para sobrevivir, pero necesitamos también desarrollar tratamientos para el dolor que nos permitan vivir mejor. Los médicos que estudian el caso de Cameron señalan que este puede abrir la puerta a nuevos y más eficaces tratamientos y terapias para quienes padecen de dolor crónico.

Según la OMS, el dolor crónico afecta a una de cada cinco personas en el mundo y al menos una de cada tres no puede llevar una vida normal como consecuencia de este. Pese a las cifras, aún se le sigue tratando como a un síntoma y no como a una enfermedad. Y eso es más indolente que la misma Jo Cameron.

El proyecto Mars One, que buscaba llevar a los primeros colonos humanos a Marte, se declara en bancarrota.
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Estafa interplanetaria
El espacio, la frontera final para los timadores. Hasta que llegó el holandés Bas Lansdorp, quien fundó en 2011 Mars One, una ambiciosa compañía que prometía llevar la primera colonia de humanos al planeta rojo.

Para ello necesitaba muchísimo dinero. Mars One pegó. Desde su lanzamiento, en 2011, miles de personas se inscribieron como voluntarios, pasaron por una serie de evaluaciones y pagos que permitían determinar si estaban aptos para la misión. La promesa era enviar 100 personas sin boleto de retorno a Marte en 2018. Como habrá notado el perspicaz lector de esta columna, tal cosa no ocurrió. En una entrevista concedida para el portal Gizmodo, Lansdorp intenta justificar los retrasos, pero no tiene cómo explicar, por ejemplo, que apenas habría reunido 800 000 dólares de los 6 000 millones que necesita para financiar la “misión”. ¿Los más afectados? Los 100 entusiastas de la ciencia ficción seleccionados para el viaje inaugural. Tendrán que resignarse a quedarse en este mundo porque sus ahorros se perdieron en el espacio.

Teléfonos con forma de Garfield, patos de hule y otras maneras ridículas de contaminar playas y mares.
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Desechos insólitos 
Finalmente, tras casi treinta años, los residentes de las cercanías de una playa en Bretaña, Francia, descubrieron la procedencia de unos teléfonos Garfield que aparecían en la orilla. Un contenedor marítimo que llevaba la mercadería se perdió en altamar, dio a parar a una caverna cercana a la playa, se rompió y aparatos se dispersaron con las corrientes. En 1992, ocurrió algo similar con un cargamento con patitos de hule que, dada su imposibilidad para hundirse, han aparecido en playas a lo largo de distintos países del mundo. Un par de años antes, 60 000 zapatillas Nike también corrieron la misma suerte tras un huracán. Y en 1997 ocurrió lo mismo con cinco millones de piezas de Lego. Ello ha permitido que muchos investigadores puedan estudiar mejor el comportamiento de las corrientes marinas, pero al igual que con los teléfonos, dado que el plástico tarda millones de años en degradarse, el impacto en los ecosistemas marinos es incalculable en la práctica.

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