Gonzalo Zegarra

“El hombre bueno es aquel que, sin importar cuán moralmente indigno haya sido, se esfuerza por ser una mejor persona”, sentenció el filósofo estadounidense –pragmático– John Dewey. Esta definición encierra, además de utilidad para la vida, gran sabiduría política y social, pues reivindica la evolución moral y, con ella, conceptos como la mejora incremental y la capacidad de enmendar, consustanciales a la y la alternancia del poder, que supone alternar también ideas y visiones.

La democracia, entonces, implica que tratemos de mejorar; nos exige ser “buenos” en ese sentido. Pero incurriría en un error antropológico si nos exigiera ser virtuosamente mártires y sacrificados, poner siempre la otra mejilla, porque no es realista ni sostenible que todos sean la mejor versión de sí mismos todo el tiempo, al menos en la vida terrenal (la religión es otra cosa).

La pregunta clave, entonces, es qué errores puede –o debe– tolerar la democracia, que es una expresión del político. En mi opinión “lo esencial del liberalismo es su : el individuo como fin en sí mismo. Por tanto, todo abuso de la fuerza es antiliberal”. (”Perú 21″, 6/6/20). Hoy resulta claro, incluso para quienes condenamos enérgicamente la violencia de las manifestaciones contra el Gobierno, que la respuesta en muchos casos –no sabemos cuántos– ha incurrido en el abuso de la fuerza. Por eso, decía en mi anterior columna “Democracia para adultos” (11/2/23): “Las opciones no pueden ser o balear a la mala o infantilizar hasta la inimputabilidad a los manifestantes tratando de justificar o explicar condescendientemente la violencia. A un adulto se le detiene y condena cuando comete un delito. No se le mata ni se le apapacha”.

Apapachar e infantilizar hasta la inimputabilidad a los violentos es, entonces, el otro extremo de un continuum moral que va –sugería también entonces– del fascismo a la decadencia, o de la libertad sin responsabilidad (actitud tiránica) a la responsabilidad sin libertad (opresión), donde el justo medio es la libertad con responsabilidad. Lo bueno de los justos medios aristotélicos es que funcionan mejor que el maniqueísmo de las dicotomías, cuyo error epistemológico es la mentalidad de la suma cero, una errada lectura del principio de no contradicción (también aristotélico) que entiende que las cosas solo pueden ser o blancas o negras (error en el que han caído, a su manera, desde Hegel –y Marx– hasta Ayn Rand).

Ese justo medio –libertad con responsabilidad– implica entonces una mirada humanista, donde el hombre –todo hombre, cada individuo— es el centro y es el fin, pero tiene “agencia”, es un adulto funcional y responsable, con ‘ownership’ psicológico (se hace cargo) sobre sus actos propios y sus consecuencias. El problema es que la mirada condescendiente hacia los violentos confunde el humanismo con una suerte de o “actitud de quien ante los conflictos rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia” (DLE). El filósofo Alonso Villarán escribió en estas páginas (20/5/22) que la tolerancia no solo se contrapone a la intolerancia, sino también a la permisividad. Es un punto medio aristotélico entre ambos excesos. Se puede, por tanto, tolerar la discrepancia, pero no el delito.

Lo curioso es que estos buenistas esmerados en demostrar con toda clase de teorías sociológicas que los violentos son una suerte de “seres de luz” que no merecen más que ver cumplidas todas sus demandas –e insisto, rechazo que se les balee– son, a su vez, intolerantes con quienes condenamos el delito y, aplicando implacablemente las modas de la señalización de la virtud (‘virtue signalling’) y el postureo moral (‘moral posturing’), nos acusan de insensibles y antidemocráticos, cuando no de fascistas, racistas y dictatoriales. O sea, el buenismo es selectivo, aplica para un solo lado.

Decía el escritor de ‘management’ y mejora personal Mark Manson que los buenos valores se basan en la realidad (no son idealistas), son socialmente constructivos, y son inmediatos y controlables. Está claro que los valores detrás del buenismo que he descrito no cumplen tales requisitos, si acaso alguno. Ese buenismo, entonces, no nos hará buenos, en el sentido de Dewey, no nos sirve para mejorar ni como personas ni como sociedad. A lo mucho nos convertirá en una suerte de democracia boba, no en una humanista.

Gonzalo Zegarra M. es consejero de estrategia