Diego Macera

Un niño regresa de su casa de vacaciones en la Luna. Se ciñe rápidamente su cinturón para el control de temperatura corporal y toma un taxi volador con su madre para llegar al colegio. Ahí los profesores conectarán su cabeza a una máquina responsable de transmitirle todo el conocimiento. Así se imaginaban las personas de inicios del siglo pasado lo que sería la vida cotidiana en el siglo XXI. Por ello, una buena dosis de humildad sobre nuestra capacidad de predecir el futuro –sobre todo el lejano– debería venir de lo absurdas que hoy suenan las proyecciones pasadas.

Como regla general, cualquier proyección que aspire a explicar lo que sucederá en más de una década o dos debe ser tomada con pinzas. Y mientras más ambiciosa o sorprendente sea la proyección, con mayor escepticismo deberá ser recibida. Los cambios que vienen con la inteligencia artificial o la matriz energética, por ejemplo, probablemente serán enormes, incluso con consecuencias geopolíticas, pero es imposible saber exactamente hacia dónde apuntan.

Hay quizá solo una gran excepción a estas reglas de prudencia para el largo plazo, y esa es la. La escala temporal en la que toman forma los cambios poblacionales –a lo largo de varias décadas– y el profundo impacto que tendrían en la sociedad son dos características que, en cualquier proyección de otra naturaleza fuera de la demográfica, harían entrecerrar los ojos de desconfianza. En las proyecciones poblacionales, en cambio, los parámetros que más las afectan –las tasas de fertilidad (nacimientos por mujer) y de mortalidad– tienen comportamientos conocidos o predecibles en ausencia de eventos o descubrimientos improbables.

Los cambios en el tablero global serán impresionantes. Como consecuencia de la política de un solo hijo, China ha empezado –por primera vez el año pasado– su proceso de , con 850.000 personas menos que el año anterior. La última vez que la población china se redujo fue hace más de 60 años en un contexto de hambruna. Y esto es solo el inicio. Para el 2050, se espera que su número de habitantes haya caído en 7% aproximadamente. Si bien las cifras para el 2100 son más inciertas, los estimados probables apuntan a que entonces India duplicaría a China en habitantes y que la población china en edad de trabajar caería desde los 700 millones de hoy hasta algo menos de 200 millones, una cifra cercana a la de los trabajadores de Estados Unidos actualmente. Este último país, por su lado, aumentaría su población en las siguientes décadas a partir de la permanente llegada de migrantes. En otras latitudes, de los primeros 30 países con los mayores niveles de fertilidad de hoy, 29 están en África (la excepción es Afganistán).

Más allá del número de ciudadanos, la composición de la pirámide poblacional es fundamental. Para países en Asia y Europa, el envejecimiento de sus habitantes tendrá consecuencias económicas enormes, con presiones sobre los sistemas de pensiones y de salud como nunca se han visto antes. Vale la pena recordar que casi todos los que tendrán 75 años o más de aquí al 2100 ya nacieron, por lo que existe claridad respecto de la inminente llegada de la ola gris.

Así, no sabemos si los modeladores de lenguaje actuales evolucionarán a una inteligencia artificial general en los siguientes años o décadas. Tampoco la velocidad de la masificación de las energías renovables, ni mucho menos los eventos dramáticos como las siguientes plagas o guerras. En el futuro, cualquiera de estos podría ser el ejemplo del niño con vacaciones lunares. De lo poco que sí podemos saber sobre el 2050 –y quizás el 2100– es que los pesos y composiciones poblacionales transformarán las economías y sociedades en todo el mundo.

Diego Macera es director del Instituto Peruano de Economía (IPE)