"Y dado que el contenido es el rey en el mundo digital, en más de una vez la creatividad ha tenido que buscar inspiración en fuentes antiguas y reactualizar lo existente" (Ilustración: Giovanni Tazza).
"Y dado que el contenido es el rey en el mundo digital, en más de una vez la creatividad ha tenido que buscar inspiración en fuentes antiguas y reactualizar lo existente" (Ilustración: Giovanni Tazza).
Maite  Vizcarra

Hay palabras en lengua castellana que resultan sugerentes, como la voz ‘híbrido’. Según la RAE, es el producto resultante de mezclar elementos de distinta naturaleza. Hablando biológicamente, un híbrido también es un individuo cuyos progenitores son del mismo género, pero de distinta especie.

En el mundo de la tecnología y del Internet, el término híbrido es muy popular cuando se habla de productos versátiles y mejorados respecto de las disímiles tecnologías que lo originaron. Ahí están los autos híbridos y también las tecnologías ‘mash-up’, sin las que hoy serían imposibles plataformas de contenidos como YouTube, TikTok o Instagram.

Para que no quede todo muy críptico, mash-up es una palabra inglesa que proviene del mundo de la música y que implica la creación de una nueva pieza musical a partir de mezclar pedazos de otras canciones. Para simplificar, es un ‘remix’.

Y dado que el contenido es el rey en el mundo digital, en más de una vez la creatividad ha tenido que buscar inspiración en fuentes antiguas y reactualizar lo existente. Es aquí donde aparece un término que ha empezado a escucharse más por espacios locales cuando hablamos de la inevitable globalización de la cultura local. Me refiero a la espinosa ‘apropiación cultural’.

Apropiarse de elementos culturales respecto de los cuales no tenemos un legítimo derecho –porque no somos parte de la cultura que los ostenta o porque esa cultura no nos identifica como parte de su acervo– es la idea detrás de esta práctica.

Desde las películas de Disney que hacen referencia a la celebración del Día de los Muertos –como, por ejemplo, la animación “Coco”– hasta videojuegos que usan narrativas orientales vía mangas japoneses, en cada uno de ellos está inmersa la idea de la apropiación cultural.

Juntamente a ella descansan las acciones y/o políticas de identidad en un mundo hiperconectado: un grupo cultural se arroga en exclusiva un tema. El grupo podría haber sufrido opresión e injusticias, ante lo que se es indulgente y se transa limitar la libertad de expresión o creación. Bajo esta premisa, la actriz Scarlett Johansson desistió de interpretar a un personaje transexual por las fuertes críticas que los miembros de ese acervo le increparon.

¿Qué hace que seamos parte o no de una cultura o de una identidad? ¿Cómo saber si estamos haciendo una apropiación cultural indebida? Parece ser que el uso debido se registra cuando existe consentimiento de quienes son parte del universo cultural al que se pretende emular. Esta fue la solución que ha permitido a diversas marcas mundiales inspirar sus colecciones en elementos característicos de culturas como las mesoamericanas de México y Guatemala.

Hasta aquí, la fórmula para superar problemas de apropiación cultural resulta sencilla.

Sin embargo, ¿qué pasa cuando quien pretende hacer uso de los elementos del acervo cultural al que se desea replicar siente que es parte de este y no es alguien ajeno? La pregunta me surge debido al ‘scratch’ que ha sufrido impenitentemente en los últimos días la actriz en Twitter a propósito de una novísima producción peruana recién colocada en la plataforma Netflix.

Detrás de este embrollo, ¿hay un problema de identidad cultural? ¿De cuántas identidades estamos hablando? ¿Quién se apropia de qué?

Tal vez lo único cierto en este asunto es que nos permite observar que, en un país multiétnico y lleno de híbridos, la defensa de la identidad no debería ser vista como un tótem al que se le rinde pleitesía. Con más razón, en un mundo donde lo identitario es algo que se reedita cada cierto tiempo, ante lo cual la mejor defensa de lo auténtico es dejar que permee a otros por influencia, accesión o mera imitación. Flaco favor le hacemos a nuestras identidades si las vemos como algo pétreo o como un fetiche que solo se admira pasivamente.