(ilustración: Giovanni Tazza)
(ilustración: Giovanni Tazza)
Diego Macera

Se podría argumentar que el proyecto de ley de Modalidades Formativas Laborales (LMFL) –maliciosa pero eficazmente apodado ‘Ley del Esclavo Juvenil’– es positivo para los estudiantes y la economía en general. Ofrece espacios de aprendizaje especializados –y de los que algunos institutos tecnológicos carecen– para familiarizar al estudiante con los equipos y técnicas que manejarían cuando ingresasen al mundo laboral. Hoy la desconexión entre lo que aprenden y lo que necesitan aprender es dramática.

Se podría argumentar que el momento para debatir un aumento de la remuneración mínima vital (RMV) es bastante inadecuado. La inflación se encuentra a niveles mínimos, la productividad no sube desde hace años, el crecimiento económico es débil, y el mercado laboral pasa por su etapa más complicada en diez años. Más aun, la actual RMV –aunada a los sobrecostos laborales– ya es causa de informalidad y baja productividad. Subirla solo empeoraría el problema. 

Se podría argumentar que la resolución de Indecopi que autoriza el ingreso con alimentos obtenidos fuera del local a las salas de cine tendrá un impacto económico negativo. El margen de ganancia que se lograba obtener con la confitería permitía mantener los precios de las entradas relativamente bajos y dar la posibilidad a más gente de asistir a las funciones. El precedente también es peligroso para otros negocios de entretenimiento con estructuras de ingresos similares (discotecas, estadios, conciertos, etc.) 

Se podría argumentar todo eso, y sería correcto. Pero no se trata de eso. No se trata, por esta vez por lo menos, de sumas y restas económicas. Se trata de principios. Y de un tiempo a esta parte los liberales se han malacostumbrado a debatir sin ellos.  

En el caso de la LMFL, ¿cuánta autoridad se le quiere dar a los burócratas y políticos para restringir el libre acuerdo entre un alumno que quiere aprender y una empresa que quiere enseñar? El caso de la RMV no es un muy distinto: independientemente de las consecuencias económicas, ¿es que el Estado sabe y tiene derecho a definir por millones de empleadores y trabajadores libres qué es un salario aceptable? Finalmente, y solo por citar el tercer tema que ha estado presente en la última semana, ¿debe el sector público fijar las reglas sobre lo que se permite o no se permite comer en un negocio privado? Al margen de lo que pase o no pase con el precio de las entradas al cine, no existe tal cosa como ‘derecho a comer’ en un local ajeno. Punto. 

Puede que entre los mismos liberales haya matices y diferentes interpretaciones válidas de un mismo hecho, pero la verdad es que los principios básicos que dicen defender se esbozan por lo general de manera muy tenue o soterrada. Es cierto que su aplicación conduce a mejores resultados económicos (como mencionaba en los tres párrafos iniciales) pero eso es una consecuencia adicional. La libertad de consumo en un mercado competitivo y abierto, la libertad de trabajo, la libertad de contratación, la libertad de empresa: la libertad, en general, es un principio que apenas se susurra y que sus mismos defensores opacan –a veces con buena intención, a veces con miedo– a través de cifras económicas (‘tecnocráticas’) que en ocasiones terminan por convencer solo a los ya conversos. 

No dudo de la buena intención de la gran mayoría de las personas que se paran en la orilla opuesta de estos principios; de aquellos que creen que en la búsqueda de la equidad y otros objetivos similares hay razón suficiente para el intervencionismo público. Ellos, correctamente, defienden su causa en base a principios. El camino puede estar equivocado –y quizá la meta también– pero cuanto menos son claros en ponerlos por delante.

De los liberales, en cambio, pocas veces se presume buena intención: si no son insensibles, son asalariados de la gran empresa, o llanamente mercantilistas. La culpa de esto la tiene en parte la distorsión de imagen generada por la orilla opuesta, pero también los mismos liberales que parecen en ocasiones avergonzados o acomplejados para defender las libertades y derechos de elección mínimos de las personas y de las empresas. No vaya a ser que Twitter se moleste.