Carmen McEvoy

Resulta probable pensar que la conocida frase del filósofo italiano Antonio Gramsci respecto a ese claroscuro liminal habitado por monstruos, que usualmente aparecen en los tránsitos históricos, fue inspirada por esa otra del genial William Shakespeare. El reconocido escritor británico señaló que “el infierno” estaba “vacío” debido a que “los demonios” que lo poblaban ya se encontraban viviendo entre “nosotros”. La vesania del tránsito presente, que a partir del COVID-19 se ha llevado a millones de seres humanos, nos viene enfrentando con miserias acumuladas a lo largo de siglos de ambición desenfrenada.

Más aún en esta coyuntura tan dolorosa, con una naturaleza reaccionando ante el abuso sistemático perpetrado por nuestra destructiva especie, se evidencia el desprecio por la vida en todas sus manifestaciones. Y es en este contexto de deshumanización absoluta que hoy tenemos una nueva guerra, cuyas víctimas son niños inocentes además de madres escribiendo los nombres de sus hijos en sus extremidades. Ello para reconocerlos si mueren en uno de los sucesivos bombardeos israelíes que aterrorizan a la población civil de Gaza.

“Hamas abrió las puertas del infierno para la franja de Gaza. Hamas tomó la decisión y Hamas asumirá la responsabilidad y pagará un precio”, señaló un militar israelí de alto rango ni bien se fueron conociendo los detalles del horror vivido por miles de pobladores de una serie de kibutz establecidos, desde hace ya varios años, en la frontera entre Gaza e Israel. La operación “espada de hierro”, cuyo nombre lo dice todo, fue planificada en respuesta al ataque contra civiles, muchos de ellos niños asesinados o separados de sus padres, por comandos terroristas que actuaron, también, sin compasión alguna. Voces alrededor del mundo apuntan a la desproporción de la respuesta de Israel, cuyo accionar va elevando el número de víctimas de un conflicto que tiene su origen en un reparto, en clave colonial, de un territorio paradójicamente sagrado. La noción de otra “guerra santa”, entre los viejos “hermanos enemigos”, solo sirve para atizar odios y rencores milenarios. En los 43 minutos de una grabación de los ataques a las decenas de kibutz israelíes que fueron reducidos a cenizas se escucha la voz de un terrorista de Hamas celebrando a los 10 judíos que asesinó con sus propias manos, mientras que al otro lado de la línea el padre lo felicitaba, en nombre de Alá, por su tétrica “hazaña”. Y esta celebración de la muerte se repite por otros fanáticos que no dudan en aplaudir cada ataque aéreo del Estado de Israel que deja un reguero de muerte y dolor entre una desventurada población, atrapada en el infierno de Gaza.

En un trabajo reciente respecto a esta transición de nuestro planeta hacia lo obviamente desconocido, Byung Chul-Han recuerda cómo la sociedad del odio y el miedo se promueven mutuamente. Añadiendo el hecho de que los terrorismos y nacionalismos radicales, monstruos que ahora se multiplican, no son enemigos, comparten una genealogía común.

A raíz de esta guerra cuyo proceso y desenlace es imprevisible y cuyas consecuencias serán sentidas a nivel planetario, es bueno volver los ojos a nuestra propia transición (no sabemos aún hacia dónde) que está marcada por la inoculación en nuestro cuerpo político de lo que Hanna Arendt denominó “la banalidad del mal”. En efecto, tomando la necesaria distancia del concepto de Arendt, lo que se extermina en el Perú de manera sistemática no son los seres humanos, al estilo de Sendero Luminoso o Hamas, sino el bienestar material y el futuro de millones de peruanos. Porque hay acciones que, a la manera de un gas tóxico, penetran el cuerpo social para paralizarlo y luego destruirlo. Mientras la humanidad se conmueve ante la guerra, la recesión y probablemente la carestía de alimentos que seguirá, un expresidente de la República, responsable de la mayor tasa de mortandad causada por el COVID-19 en el planeta Tierra, vende lagartos de peluche para solventar su campaña política, a pesar de las graves denuncias que se ciernen sobre su persona.

Y, cuando lo escucho muy suelto de huesos afirmando que “los peluches son limpios como todo lo que hacemos”, recuerdo a esa señora arequipeña correteando a la caravana presidencial para suplicar que atendieran a su esposo, que finalmente falleció como ocurrió con 300 mil conciudadanos mientras “el mandatario de los peluches” se vacunaba en secreto. Y fue también en secreto que una serie de presidentes le robaron, sin piedad, a millones de peruanos, haciendo de esta endemoniada transición una apuesta, qué duda cabe, por la sobrevivencia física y moral del Perú.

Comparto mi conversación con Cesar Azabache sobre La política de lo banal




Carmen McEvoy es historiadora