Jorge Benavides, creador de la Paisana, asegura que el personaje ha evolucionado. Foto: EFE
Jorge Benavides, creador de la Paisana, asegura que el personaje ha evolucionado. Foto: EFE
Andrés Calderón

El 59% de los limeños cree que “La Paisana Jacinta” no es un personaje ofensivo o que exprese racismo. Al 77% de las personas encuestadas les molestó “Jiwasanaka”, el noticiero en aimara de TV Perú, y creen que debería desaparecer. El 86% de los televidentes cree que el programa “Yo Soy” debería prohibirse porque uno de sus conductores es homosexual. El 66,6% de entrevistados cree que el autor de esta columna nunca más debería escribir en su vida.

Si las cifras que abren este texto fueran ciertas, yo estaría en la minoría de los encuestados. Creo que la Paisana Jacinta es un personaje racista y ofensivo. Me parece espectacular que haya un noticiero en aimara, tanto como que un programa televisivo tenga un conductor abiertamente homosexual. Y todavía quiero seguir escribiendo. Felizmente, no son cifras verdaderas. Perdón, solo una: la de la Paisana Jacinta (Ipsos, 2014).

Si viviéramos en un país totalitario, el Estado podría decidir quién tiene derecho a expresarse y quién no. Podría definir qué contenidos se transmiten en los medios de comunicación y cuáles no. Y, probablemente, se apoyaría en la opinión de mayor popularidad. No sería una democracia. Sería una dictadura de las mayorías.

Parece que esto no lo sabe la jueza Yanet Ofelia Paredes Salas, del Primer Juzgado Mixto de Wanchaq, quien, la semana pasada, dictó una sentencia prohibiendo “la difusión de ‘La Paisana Jacinta’ y del ‘Circo la Paisana Jacinta’ a través de la señal abierta y cable”.

La sentencia –más allá del sentido final de la decisión– es penosa en su fundamentación. Constituye apenas una enumeración de normas nacionales e internacionales, sin un solo párrafo de análisis. Ninguna evaluación de por qué el programa en cuestión infringe la ley. Cero cavilación en torno a los derechos en aparente conflicto (no discriminación y libertad de expresión). Y a pesar de eso, muchos –incluyendo al Ministerio de Cultura– han aplaudido –apostaría, sin haber leído– una sentencia que tranquilamente postularía a un concurso internacional por su pésimo (o inexistente) razonamiento jurídico.

Quienes cuestionamos que el Estado censure ciertos programas televisivos o cualquier otro tipo de expresión no lo hacemos en defensa de su contenido. Reitero, la Paisana Jacinta me parece un personaje racista y aborrecible. Defendemos , más bien, el derecho de quienes opinan distinto a uno. De los disidentes de la mayoría. Amparamos las expresiones discordantes –y aun ofensivas– no porque tengan razón, sino porque admitimos la posibilidad de equivocarnos.

Opinar con la mayoría no nos otorga, necesariamente, la razón. Pero, con toda seguridad, opinar con la mayoría no nos da derecho a impedir que la minoría también se exprese. Por más desagradable que nos parezca su opinión.

Mucha gente deposita su confianza en el Estado como si fuera algún tipo de deidad. Y cree que todos los males de la sociedad deben ser corregidos por el Estado. Como si los ciudadanos no tuviéramos capacidad de actuación e influencia, como si no pudiéramos dejar de consumir productos nocivos o expresiones desagradables, sino que el Estado tuviera que vetarlos. Desde el 2015, “La Paisana Jacinta” no se transmite en televisión y me agrada que así sea. Sobre todo, porque fue una decisión privada, no forzada.

Hay muchos otros programas con personajes o presentadores racistas, clasistas, homofóbicos e intolerantes que quisiera que desaparezcan. Pero no porque un juez, un ministro, un congresista o un presidente lo ordene. Sino porque el conductor del programa corrigió su conducta, porque el público televidente cambió de canal, porque el ‘broadcaster’ se dio cuenta de que la sociedad ha evolucionado. Porque le ganamos la batalla al racismo y a la intolerancia en la cancha, no por Walk Over.