Sálvate solo, por Beto Ortiz
Sálvate solo, por Beto Ortiz
Redacción EC

-Yo estudié contigo, ¿te acuerdas de mí?- fue lo que le dije, con bravía emoción de fan enamorado, a la actriz Sofía Rocha el día en que la conocí. Si algo recuerdo de ese día es que aprendí que jamás hay que preguntarle a nadie “¿te acuerdas de mí?” porque lo más probable es que te respondan lo mismo que me respondió:

-No.

-Pero…estudiamos en el mismo colegio.

-¿Si? Qué raro. ¿De qué promoción eres?

-De la diecinueve, la misma promoción que tú.

-Pucha, sorry, yo…

-No te preocupes. Lo extraño hubiera sido que te acordaras. 

-Te juro que nunca te vi. ¿Con quiénes parabas?

-Con nadie. Yo, en el colegio, no existía.

Así son pues, las vidas torturadas de los poetas precoces. Ustedes saben: marginales, retraídos, antisociales, ligeramente emos desde mucho antes de que los emos existieran. Pero así como las sufridas minorías –los gordos, los cholos y las feas de la clase–  nos arrastrábamos entre las sombras rumiando el rencor inherente a los excluidos del sistema, existían también, por supuesto, los papirriquis y las ricas y apretaditas, los agarrados y las potoncitas, las atléticas, bronceadas, rutilantes luminarias de la farándula escolar. Y el máximo divo de aquella fauna, créanme, era el alumno .

Salvador Heresi y yo estudiamos bajo la misma disciplina castrense y castrante del mismo colegio clasemediero y parroquial de Jesus Mary. No exagero si les cuento que Heresi era el alumno más popular, la vedette más cotizada, el supremo figuretti del plantel. El típico chico maravilla que levanta la mano primero, el chuchan boy que siempre la lleva, el afanoso que siempre está ahí donde revienta el cohete. Salvador era, entre otras cosas, el brigadier general que marchaba adelante llevando la antorcha o el gallardete, el cantautor, el guitarrista y el animador dicharachero de todas las actuaciones, el galancete de barrio al que las hembrichis de cuarto invitaban todos los años a su pre-prom, el rezador oficial al que sacaban de la formación para dirigir el Dios, te salve, reina y madre de misericordia, el que llevaba más chiffones de naranja a la kermesse pro fondos de las misiones, el que vendía más talonarios de rifas de “” y también el imitador que –escabulléndose hasta el altavoz del regente del plantel– hacía escarnio del acento canadiense de los severos curitas que nos oprimían solo para que el pobre portero, don Alberto, viniera corriendo a la dirección por las puras alverjas. Hay algo irremediablemente pavo en los reencuentros de exalumnos y siempre me cuido de no ir para no tener que constatar lo destruidos que deben estar mis compañeritos. Mas cuando el reformatorio en cuestión cumplió sus bodas de oro sucumbí a la curiosidad. Total, la vida no me había tratado tan mal después de todo. Cuál no sería mi sorpresa cuando, en el momento de hacer mi ingreso al patio principal, escuché a la eufórica monja que animaba el evento exclamar: ¡Un fuerte aplauso para el sanantoniano más célebre y más ilustre de todos! Y cuando ya las lágrimas estaban a punto de nublarme la vista, Salvador Heresi se subió de un solo brinco al tabladillo y se puso a cantar