Los relatos del poder 4. El cuento de Alan, por Fernando Vivas
Los relatos del poder 4. El cuento de Alan, por Fernando Vivas
Fernando Vivas

¿Cómo puede encandilarnos quien ya probó el éxito y el descrédito del poder máximo y no quiere contar nada nuevo porque percibe que inevitablemente se estrella contra el muro de la incredulidad?

En el Hollywood mítico, a grandes estrellas como Alan García se les llamaba ‘box office poison’ (veneno de taquilla). Mantenían la popularidad intacta y eran reconocidos al instante hasta en el más remoto rincón, pero ya no provocaban la empatía recaudadora de sus mejores tiempos. La Alianza Popular es el matrimonio de dos ‘box office poison’: Alan y Lourdes.

¿Cuál es entonces el cuento presidenciable de quien postula por la fuerza de la costumbre, por mandato del partido y de la tradición; antes que por mero cálculo? Antes que describir la trama, una aclaración: Alan es el campeón del antivoto y eso significa que en esta comarca política donde las ‘identidades negativas’ (Carlos Meléndez dixit) son tan o más intensas que las adhesiones; su cuento es necesariamente un riesgoso desafío a la gran masa que antipatiza con él.  

Por más desafiante que sea, no ataca frontalmente al electorado hostil, pues si bien su candidatura es de alto riesgo, inflamar el antivoto iría contra toda lógica: más bien busca su flanco juvenil que votará por primera vez y que sigue a Mario Hart; procura hacer las paces con los ciudadanos más relegados del país comunero y rural. Antes les aludió con la analogía del ‘perro del hortelano’. Hoy les promete canon comunal y propiedad del subsuelo.  O sea, que el perro sea dueño de todo lo que está debajo del huerto.

García es un pez que nada en la política, porque ese es su elemento. Y una campaña, sino es triunfal, por lo menos lo confirma en aquello que le gusta. Podrá perder, podrá no decidir quien será presidente, pero al menos podrá impedir que alguno lo sea. Esto fue lo que dijo una vez cuando era presidente.

La política no es solo ganar directamente, sino influir oblicuamente. Es un divertido juego de espejos deformantes, combinado con protocolos y ceremonias solemnes, a las que se le agarra el gusto. Y en esa intriga triangular, en ese conversar sin pactar, en el chisme político, en el cabildeo judicial y fiscal, en el manejo de informaciones policiales (¡qué importante era el  ministerio del Interior y la PNP en su gobierno!); hay un saboreo del poder. 

Ya nos estamos aproximando a la trama: El cuento de Alan es el del viejo político que quiere ser el primer presidente reelegido por tercera vez alternada, y apuesta su arrogancia de Machiavelo moderno, su oratoria apabullante de mitin anacrónico, su histrionismo para asimilar la cultura popular (teteo, regaettón y chelas); contra la antipolítica de nuestros tiempos, contra la leyenda negra de que siempre estará ligado a la corrupción y nunca se le podrá probar porque es habilísimo para ocultarlo y porque el APRA es un partido con militantes dispuestos a sacrificarse por él.

El antilalanismo se condensa y enerva en el caso de los narcoindultos, donde se lo culpa de apañar a una red mafiosa que vendió indultos y conmutaciones firmadas por gracia presidencial, a presos ranqueados. La sola idea de que alguno de esos beneficiados haya contribuido con un gramo de pólvora a nuestra crisis de inseguridad, ha sido un misil, producido y disparado por este gobierno (vía la ‘megacomisión´ que investigó al quinquenio pasado), hacia la línea de flotación política de García.

Estamos, pues, ante un cuento muy político, que vende habilidades de gestión –en su segundo gobierno crecimos hasta en 8%- más que respaldo masivo. Alan no vende carisma, vende muñeca.  Vende a Machiavelo con toques de Confucio, porque, entre las místicas modernas que promueve, está la del Perú como un vagón privilegiado enganchado a la locomotora China.

Es un cuento, repito, de desafío. Alan es un antihéroe que gobernó dos veces ‘Perú gótico’. La primero lo hizo mal, la segundo lo hizo bien pero con arrogancia y suficientes gestos desafiantes e indicios de corrupción como para que el antivoto se inflame en su presencia y le restrieguen los narcoindultos en la cara.

Con tanto en contra, es un cuento que no ha prendido más allá de una modesta intención de voto; y el interés ciudadano radica en seguir su performance de brillo retórico, su réplica airada a los ‘encuestazos’, su reclamo de prerrogativas –por ejemplo, escoger panelistas- que los medios le conceden a sabiendas de que el afectado será el propio candidato. Podrá perder mucho, pero su personalidad, diagnosticada como ‘ego colosal’ en un wikileak, no será doblegada.

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