En un caso policial que indignó a toda la capital limeña, un inocente menor perdió la vida a manos del inmisericorde Guillermo Lavalle Vásquez. El pequeño Américo Chihuán, de apenas cuatro años, fue secuestrado y asesinado por el delincuente conocido como “Pichuzo”, en un desolado inmueble de La Victoria.
Guillermo Lavalle, luego de intentar ultrajarlo y no conseguirlo, lo degolló en una solitaria casa en construcción, en la urbanización Apolo, en la cuadra 11 de la avenida Aviación, en el popular distrito victoriano. Todo sucedió el 30 de agosto de 1963.
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“Monstruo degolló a niño de cuatro años después de ultrajarlo”, tituló El Comercio al informar sobre el execrable crimen. A solo tres horas de haberse encontrado el cuerpo de la víctima, el asesino fue ubicado por efectivos de la comisaría de El Porvenir, totalmente alcoholizado.
Ante los efectivos de la Guardia Civil, el delincuente Lavalle aceptó su brutal acción y dio detalles del asesinato. De inmediato fue llevado al lugar del crimen para la reconstrucción de los hechos. Identificado por las personas de la zona, estuvo a punto de ser linchado por numerosos padres de familia.
En ese lúgubre lugar, en la cuadra 11 de la avenida Aviación, en La Victoria, a las seis de la mañana, el pequeño cuerpo decapitado de la víctima había sido hallado por el personal de la Guardia Civil, cuando realizaba su ronda respectiva.
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Con las huellas de sangre en su propia ropa, su cínica confesión del hecho y un cúmulo de pruebas adicionales, Lavalle Vásquez fue juzgado y sentenciado, el 13 de enero de 1966, a 25 años de prisión. “Pichuzo” se había salvado, por el momento, de la pena capital.
Sin embargo, la medida fue apelada por el fiscal ante la Corte Suprema, y el 8 de octubre de ese mismo año del ‘66, el delincuente fue condenado a morir ante un pelotón de fusilamiento.
CÓMO FUERON LAS ÚLTIMAS HORAS DE “PICHUZO”
En vísperas de su ejecución, en su celda especial de seguridad, Guillermo Lavalle Vásquez se confesó ante el padre Juan Bautista Gaspari. Minutos antes, el Juez Instructor Augusto Tambini le había notificado de manera oficial la resolución que lo condenaba a muerte. “Pichuzo”, que era analfabeto, simuló leer la copia de la sentencia.
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A continuación, le dijo al notario Oscar Vallejo que su última voluntad era conversar con su abogado Octavio Gutiérrez. Mencionó también que el único familiar que tenía era su hermana, “una religiosa que residía en Trujillo”. No especificó a quién debía entregarse su cadáver, por lo que el entierro quedó a cargo del Ministerio de Justicia y Culto.
Hasta ese momento, Guillermo Lavalle Vásquez aguardaba que el pedido de gracia solicitado al Congreso de la República fuera aceptado. Lo que finalmente no sucedió.
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Lavalle Vásquez, que lloraba a ratos en su celda, se negó a comer la ración especial que le sirvieron hasta en dos oportunidades. Solo pidió gaseosa a su celador. A la hora indicada, el sacerdote Gaspari lo acompañó en la lancha que lo trasladó hacia la Isla San Lorenzo. Era las 3:25 de la madrugada.
EL ASESINO LAVALLE FUE FUSILADO AL AMANECER EN LA ISLA SAN LORENZO
El 11 de octubre de 1966 todo estaba listo para cumplir con la sentencia. Un sector colindante a la Base Naval fue escogido para la ejecución. Había llegado el día en que “Pichuzo” pagaría su deuda con la sociedad.
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El pelotón estuvo conformado por seis miembros de la Guardia Republicana, todos armados con fusiles, de los cuales uno no se encontraba cargado. El grupo obedecía a un oficial, quien daría cumplimiento a la condena aplicada por los tribunales.
Bajo una ligera llovizna, Lavalle Vásquez, reconfortado por el religioso Gaspari, caminó hasta el lugar que le indicaron. En tanto, los fotógrafos de prensa registraban desde varios cientos de metros la corta peregrinación de “Pichuzo” hacia la muerte.
Inmutable, fue amarrado de pies y manos a un poste. Mientras, a un costado se ubicaba el Juez Instructor Tambini, y al frente, a cierta distancia, algunos periodistas y testigos.
En los minutos previos se había realizado los trámites de ley. Tambini había alcanzado un documento al oficial encargado de dirigir el pelotón. En él decía que entregaba vivo a Guillermo Lavalle Vásquez para que fuera ejecutado. Incluso, se le tomaron las huellas digitales para confirmar su identidad.
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“La garúa, el viento y la humedad acompañaban el tenso ambiente, y producían escalofríos entre los presentes, todos inquietos por el acto que iban a presenciar”, decía la nota de El Comercio. Nadie lo quería aceptar, pero una especie de solemnidad inundaba todo el acto.
La situación llegó a su clímax cuando a “Pichuzo” se le marcó “el blanco” sobre la ropa, a la altura del corazón. Los galenos, con un ligero movimiento de cabeza, confirmaron que la ubicación era la correcta.
El arribo del pelotón de fusilamiento fue el anuncio de que había llegado el momento final. El acto de justicia, para muchos, en esos años 60.
Lo que ocurrió después sucedió en forma vertiginosa. A la voz de “preparen”, los integrantes del pelotón rastrillaron sus armas. Luego, siguieron las órdenes de “apunten” y “¡fuego!”.
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Las detonaciones silenciaron los gritos de Lavalle Vásquez, cuyo cuerpo se remeció al recibir los impactos. El jefe del pelotón se acercó rápidamente, y realizó con su pistola el tiro de gracia. Luego se pudo escuchar la frase: “Y se hizo justicia”.
Los médicos legistas confirmaron la muerte del infame “Pichuzo”, y minutos después el oficial encargado entregó al Juez Instructor un papel en el que decía que había recibido vivo a Guillermo Lavalle Vásquez y que lo entregaba muerto.
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