Si bien fue un viernes el día en que Jesús se sacrificó por la humanidad, fue un domingo anterior el día más expectante, pues ese primer Domingo de Ramos, el Señor hizo su ingreso a Jerusalén. Su llegada trajo esperanza y desasosiego entre la gente. En el Perú, la Semana Santa, que empieza hoy domingo justamente, se ha mezclado con las costumbres y tradiciones propias de cada pueblo. Los Domingos de Ramos en la década de 1960, por ejemplo, eran en Lima auténticas demostraciones de fe religiosa.
Con esta celebración litúrgica se inicia la Semana Santa. La representación del ingreso triunfal de Cristo a Jerusalén era ejecutada durante la iglesia primitiva en las mismas horas en que sucedieron los hechos en aquellos tiempos.
Pero, desde finales de la Edad Media (ya en tiempos coloniales del Perú) estos actos religiosos se realizaron en las mañanas, y así permaneció hasta mediados del siglo XX, cuando el papa Pío XII volvió por un tiempo a autorizar los eventos litúrgicos en la tarde o noche, tal como ocurrieron originalmente.
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Pero, ¿sabía usted que hace más de 150 años no solo eran feriados Jueves Santo y Viernes Santo, sino también el lunes siguiente al Domingo de Resurrección, el “Lunes de Pascua”?
Así era, en efecto, en el Virreinato y en las primeras décadas de la República. Incluso en una nota de El Comercio, del lunes 3 de abril de 1893, se indicaba que “no obstante estar suprimido de la lista de los feriados, el día de hoy, segundo de Pascua de Resurrección, el comercio cerró sus puertas quedando la ciudad sumida en la tristeza. Tampoco han funcionado los establecimientos bancarios ni la Aduana del Callao”.
También mucha gente ha olvidado que, en verdad, la Semana Santa empieza dos días antes del Domingo de Ramos, en lo que se llama “Viernes de Dolores”, donde rinde tributo a los sufrimientos de la Virgen María. En esas ocasiones, en Lima, podían apreciarse las procesiones de la Virgen Dolorosa y del Señor de la Viña al mismo tiempo. Luego vendría el “sábado de Pasión”.
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EL DOMINGO DE RAMOS QUE VIVE TODA LIMA
La modernidad y la velocidad de la vida actual han ido modificando u olvidando esos feriados santos, pues la urgencia de la actividad económica ha marcado la pauta de los países, dejando las reflexiones espirituales en grupo como algo del pasado. Pero siempre hubo en Lima y el Perú tiempo y lugar para demostraciones de fe de la gente.
Desde los tiempos coloniales, Lima se vestía de verde olivo esos domingos especiales. En distritos como Santiago de Surco, hasta estos últimos años, se rememoraba la entrada humilde de Jesús, montado en una burra, rodeado de la gente que lo quería y admiraba.
Casi lo mismo ocurría en las décadas pasadas en otras partes de la capital (en el Centro de Lima, por ejemplo). En Surco eran inolvidables la procesión y veneración del Señor del Triunfo, y al lado de este, de las efigies de la Virgen Dolorosa y San Juan Evangelista.
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De esta manera, se colocaba la imagen del Señor sobre una burra blanca y se le rodeaba de palmas o ramos de olivo bendecidos, y así recorría ese domingo las calles con el regocijo de los creyentes y la curiosidad del público en general. Lima vivía ese domingo en medio de procesiones de imágenes sacras del Jesús Nazareno o la Virgen María que, en ciertos casos, llegaban a la misma Catedral de Lima para presidir desde el altar los pomposos oficios del Domingo de Ramos.
El nuestro ha sido y es un Domingo de Ramos mestizo, peruanísimo, que ha recogido toda la expectativa y el deseo de una fiesta interior, una fiesta espiritual en los peruanos de diversas generaciones.
Como en Mateo, 21,10: “Y al entrar él en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. ‘Quién es éste’, decían. Y la gente decía: ‘Este es el profeta, Jesús de Nazaret de Galilea’”, la escena con las personas y sus ramos de olivo y de palma bendecidos antes de la procesión se convertía en un espacio sagrado. La calle se volvía sagrada, con olivo, velas y rosarios, en una historia entre religiosa y callejera, que tenía finalmente para el creyente un sentido trágico en su memoria, pues lo vinculaban con la pasión y posterior muerte del Redentor.
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La reflexión de la vida y el sacrificio posterior de Cristo eran las fuertes imágenes que los limeños recuperábamos ese fin de semana, en el comienzo de la Semana Santa. Esa misma experiencia se vivía (y aún se vive) con notoria sensibilidad, ternura y alegría en el interior del país, donde la denominada “Fiesta de Ramos” es preparada con meses de anticipación.
Las costumbres viven un tiempo y luego o se mueren o se transforman. Desde el Domingo de Ramos en el país (y esto llegó hasta los años 80) no se jugaba fútbol o apenas había actividad deportiva; y las radios transmitían música sacra o al menos nada estridente.
Era una invasión pacífica de melodías clásicas o sacras, que aumentaba en horas emisión si era Jueves Santo y Viernes Santo, o el fin de semana que terminaba en el Domingo de Resurrección.
Se trata, pues, de una tradición universal, de conmemoración eclesial y litúrgica, pero que los peruanos hemos vuelto nuestra, dándole un toque popular con cada detalle en la veneración y la procesión en las calles. Un tiempo único, irrepetible.
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