La mayoría acababa de ver -vía satélite- el partido inaugural del mundial de fútbol México 70, entre el equipo anfitrión y el soviético (URSS), cuando sobrevino el terremoto de 7.9 en la escala de Richter. Esos interminables 45 segundos sembraron el terror y la muerte en las provincias del norte de Lima, causando los mayores daños en el departamento de Áncash. El movimiento sísmico aconteció a las 3.23 de la tarde. Pero todo se agravó en Yungay diez minutos después. Desde el pico norte del nevado Huascarán, el glaciar 511 se desprendió en una franja de unos 800 metros de ancho por 1,500 metros (1.5 km.) de largo, la cual al caer provocó, primero, un sonido ensordecedor para luego formar una avalancha de 30 millones de toneladas de lodo, hielo y piedras.
El aluvión enterró en segundos las localidades de Yungay y Ranrahirca, pero también destruyó casi completamente Caraz y Carhuaz, en el Callejón de Huaylas. Huaraz, la capital del departamento, fue otra urbe azotada por la fuerza de la naturaleza. Las casas de adobe “mal preparadas” no resistieron el embate del sismo, y el Hotel de Turistas de la ciudad se improvisó, desde el primer día de la crisis, como hospital de emergencia.
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Sin embargo, lo de Yungay fue lo más doloroso. Una bola gigante y oscura, por momentos incandescente por la fricción del hielo y la tierra, avanzó en caída libre a una velocidad de 400 km/h. Solo allí hubo alrededor de 20 mil muertos. Unas 300 personas, casi todos niños, se salvaron al subir a la zona más alta del cementerio general, cuyo Cristo Redentor salió incólume. También sobrevivieron los niños y adultos que estuvieron en un circo instalado en el Estadio Fernández.
De Yungay solo quedaron en pie cuatro palmeras de la plaza principal. La rebosante plaza estaba adornada por 36 palmeras. Durante 24 horas una nube de polvo oscuro y espeso se mantuvo a ras del suelo y se elevó a una altura que no permitió por horas que se movilizaran los helicópteros de la Fuerza Aérea del Perú (FAP).
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Por eso se empezó atendiendo a pueblos y ciudades de la costa ancashina, muy afectadas también. Disipada en algo la nube de tierra sobre Yungay, los helicópteros pudieron entrar, el martes 2 de junio de 1970, a las zonas de desastres más graves a lo largo del Callejón de Huaylas.
Al día siguiente, miércoles 3 de junio, unas 72 horas después del sismo, recién se pudo romper el aislamiento del departamento. A partir de ese día, la ayuda humanitaria del Gobierno y de los países vecinos empezó a llegar a los desesperados sobrevivientes.
Asimismo, los reporteros de los medios de prensa hicieron su mejor esfuerzo para informar in situ, siendo uno de los primeros en lograrlo el periodista Javier Ascue, de El Comercio, quien junto con el fotógrafo José Michilot registró los primeros testimonios de la tragedia.
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En la ciudad de Yungay, la sepultura de toda la ciudad fue inmediata. Un brutal y silencioso entierro. En otras zonas destruidas de la región, los supervivientes tuvieron que cavar fosas comunes para enterrar a sus muertos que sumaban miles. En los días siguientes no hubo portada de El Comercio que no diera cuenta de nuevas cifras de muertos y heridos.
En esas circunstancias, los reporteros solo podían avanzar a pie, en medio de los escombros, heridos y muertos. En algunos casos, la caminata llegó a ser de dos días hasta alcanzar los centros más tristes de la catástrofe como Yungay, Huaraz y alrededores.
Pero el terremoto silenció también otras urbes ancashinas como Carhuaz y Caraz, muy cercanas a Yungay; y algo más lejos también, en Recuay y Huari; al sur del departamento, destruyó gran parte de Ocros, Cajacay y Mancos; y azotó las zonas costeñas de Huarmey, Casma y Chimbote.
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A la altura de estas dos últimas (Casma y Chimbote), a 50 kilómetros en el fondo del mar, había ocurrido el fatal epicentro sísmico. El sur de Chimbote fue el lado más afectado, especialmente en los alrededores del cerro San Pedro. Allí todo estaba destruido. La Cruz Roja Peruana estimaba en dos mil personas los posibles muertos, todos enterrados bajo los escombros.
Chimbote fue el primer lugar al que llegó el presidente de la República, el general Juan Velasco Alvarado, el lunes 1 de junio de 1970. Esa mañana, con los hospitales destruidos y el colapso de la morgue local, se podían ver los cuerpos inertes de más de 300 personas regados por los jardines y parques.
En todo el Perú, ya sea en el sur, en el centro y especialmente en el norte peruano, las personas e instituciones se movilizaron para auxiliar a los heridos, como lo hizo la Marina de Guerra del Perú con su crucero BAP “Coronel Bolognesi”, el que trajo al Callao una gran cantidad de heridos desde el puerto chimbotano. Solo allí las pérdidas materiales eran estimadas en 50 millones de soles.
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Chimbote era un centro vital que debía recuperarse para facilitar el transporte y la ayuda para los demás damnificados. En otras zonas de la costa también los efectos del sismo causaron miedo y dolor. En Casma, cerca de Chimbote, hubo casi una destrucción total. Solo 24 horas después del terremoto, los casmeños vieron más de cien muertos arremolinados en sus calles y parques.
También en Huarmey el terror consumía a la gente. Ni las iglesias, municipios o instituciones públicas quedaron en pie. Ni los mercados, escuelas u hoteles podían habitarse de nuevo. Al menos 6 mil personas, a las 48 horas del desastre, pedían ayuda para abrigarse al terminar en la intemperie, atemorizados ante una nueva avalancha u otro evento sísmico.
Tierra adentro, en Huaraz, se veía la desgracia penetrar en sus más íntimas estructuras. El alcalde José Sotelo declaraba a una emisora radial que el 95% de las casas en la ciudad estaban afectadas, y los muertos podían sumar miles. Con las vías de comunicación terrestres hacia Lima bloqueadas o interrumpidas, la única forma de recibir ayuda inmediata era por el aire.
Cualquier localidad cercana al epicentro (frente a Chimbote o en el Callejón de Huaylas) exhibía catastróficos daños materiales y humanos. Los efectos se vivieron no solo en el departamento en conjunto sino también en varias ciudades de La Libertad, en el que el río Moche quedó contaminado por la caída en varios puntos de relaves mineros; y también en Lambayeque y hasta en Cajamarca, donde se derrumbó la torre y el campanario de la Catedral.
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Asimismo, la desgracia humana llegó a Lima provincia, como Barranca y Huacho, al norte; así como Canta, Churín, Matucana y Cajatambo, al este. En este último sitio un ómnibus que venía de Lima con 40 pasajeros fue arrollado por las rocas gigantes o “galgas” que se desprendieron de los cerros.
Y hasta en Lima Metropolitana, en el Cercado, el Palacio de Justicia acusó el golpe sobre todo en el tercero y cuarto pisos de su edificio y, paradójicamente, en el jirón Ancash, donde casas antiguas se derrumbaron. El Comercio informaba que en la capital se sintió el terremoto como si fuera uno de seis grados en la escala de Richter.
Por esos días era frecuente observar sobre los cielos de las ciudades afectadas a muchos paracaidistas planeando con cautela y llevando auxilio médico o alimentos a los damnificados. La ayuda del exterior, canalizada por la Junta de Asistencia Nacional (JAN), empezó a llegar a los pocos días del suceso. Uno de los primeros auxilios en medicamentos, víveres, ropa de abrigo y otros elementos llegó de Canadá y, por supuesto, de los países vecinos del continente.
Asimismo, la ayuda humanitaria aterrizó desde los países nórdicos de Suecia, Finlandia y Noruega; así como de Holanda, los países asiáticos, EE.UU. y la URSS, estos últimos extremos internacionales que se juntaron a través de sus respectivas cruces rojas o directamente desde sus gobiernos.
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Otra cadena de ayuda clave fue la de los médicos peruanos y extranjeros. Médicos alemanes, estadounidenses, cubanos, argentinos y chilenos atendieron a los heridos más graves y luego previnieron epidemias, para lo cual en los 15 días siguientes se llegaron a vacunar a unas 80 mil personas.
El papa Pablo VI no olvidó al Perú y nos envió su mensaje de solidaridad y apoyo por los momentos trágicos que vivíamos: “Un saludo fraternal y confortante para todo el pueblo peruano. Glorioso por su cultura antiquísima y más glorioso aun por su fe católica (…)”. Mensajes como el del Papa quizás calaron en el sentimiento solidario de los artistas plásticos peruanos, quienes participaron con sus trabajos en una subasta organizada por la Municipalidad de Miraflores y la Embajada de Brasil.
Se calcula que hubo, en total, 75 mil muertos y 150 mil heridos, así como 600 mil damnificados que quedaron sin techo. Esto significó más de 100 mil viviendas destruidas solo en el Callejón de Huaylas. Ese día la tierra bramó atemorizando a más de 83 mil km2 de distancia, abarcando la extensión de los departamentos de Áncash, Lima, La Libertad y Lambayeque.
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Las cuadrillas de médicos, bomberos, enfermeras, soldados y miembros de la Cruz Roja Peruana, llegaron a los lugares destruidos y se encontraron con escenas dramáticas, inhumanas. Una vez más la realidad superaba en su horror a cualquier ficción.
Paralelamente a la catástrofe del Callejón de Huaylas, en Áncash, que traía depresión y angustia, el Perú vivía una euforia por las victorias y el buen juego de la selección peruana de fútbol en el mundial de México 70. El equipo de Cubillas, Sotil, “Perico” León y Chale demostró coraje y amor propio para sobreponerse a las dificultades que vivía el país.
El ejemplo de la selección de “Didí” dio aliento y fuerza al país dolido. Poco a poco, los peruanos resurgimos apoyando las colectas públicas, donando dinero o enseres y ofreciéndonos como voluntarios. Así hicimos frente a las consecuencias de la furia de la naturaleza.
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